Camino de la fase 2, ensimismados en la pantalla en la que supuestamente le disparamos a matar al virus en la partida de la desescalada, nos hemos puesto a jugar con fuego. Mientras Fernando Simón predicaba por el desierto su oración de la distancia social, hemos visto cómo el saludo de codo opositaba a trance fotogénico en las poses de los monarcas que visitaban los mercados bajo las madrugadas ajenas en la que se subasta la fruta. O en las forzadas galerías institucionales de los políticos locales que maquillan ante los flashes el ruido de sables.

Ya se ha perdido el respetuoso miedo iniciático en muchos de nuestros rincones cotidianos. En las noticias, en las zonas comunes de más de un bloque -donde ya casi nadie entona sin detenerse un sincero 'me alegro de verte' tras sesenta y pico días sin oler la calle- o en ese supermercado en el que, tanto a la ida como a la vuelta, el cartel de que solo puede subir un carro y una persona en el ascensor es obviado por compañeros de viaje que se apuntan a la excursión sin mediar palabra. Señoras y señores: de repente, hemos fundado la fase relajada.

Sin ánimo de contradecirme con todo lo que he dejado caer en las líneas anteriores, debo confesar igualmente que ya he perdido mi estoica virginidad de las terrazas.El emocionante regreso a un chiringuito -con las chanclas convertidas en un reloj de arena que paseaba nervioso por la playa- me arrancó de cuajo una profunda reflexión. Caí en la cuenta de todo lo que se valoran los pequeños placeres más mundanos cuando no se tienen a mano y dejan de formar parte del decorado rutinario por el que trepan nuestros días. Pensé, por ejemplo, que ya no llevan razón aquellos a quienes les diera por pensar, con argumentos de peso, que la declaración de patrimonio inmaterial de la humanidad para el espeto es una gilipollez absurda e innecesaria. Cuando has estado más de un trimestre sin merodear por los paraísos de caña en los que se obra el milagro, eres capaz de ponerle un monumento a cada sardina en cada rotonda y dejar junto a cada estatua un escalón para sentarte a celebrar la vida, empuñando un tercio de esas cervezas con aureola de santo que fabrican junto a cierto aeropuerto al que la dichosa pandemia también le ha bajado la voz...