Nuestras vidas son ríos que van a parar al mar. Y allá con lo que arrastre cada cauce, que en esa materia hidráulica, limnológica o acuífera, hay de todo. Hemos leído la presencia de un cocodrilo que aprovecha el Pisuerga y termina siendo una nutria. Menuda nutria, eh, doscientos cincuenta kilos, de las de al centro para compartir el susto. En Málaga no quiero ni pensar qué podría ser en lugar de un animal. De hecho, si caes al agua, rezas porque eso que se acerca hacia ti sea un cocodrilo, porque de la turbiedad y olor que despacha se puede esperar cualquier cosa menos vida.

Hemos visto durante el confinamiento aguas que se han redimido. Los canales de Venecia, por ejemplo, que entre aguas altas, cruceros más que altos y turistas bajos estaban que daba lástima verlos. Ahora son transparentes: se les ve el fondo, y por él transitan peces, majestuosas medusas, delfines, yo qué sé. Todo un 'revival' de lo bello y salvaje, un especial del comandante Cousteau con el Calypso a media máquina. En Málaga no llegas a ver el fondo del Guadalmedina, allá do hay agua, mimetizado de color y olor mugre, sino que es el fondo el que se asoma, en forma de carrito de la compra oxidado. Donde no hay agua hay pintura torpe que sobremancha los grafitis, aquellos que en su momento se sintieron seguros por la ley de la calle. A sus pies, coleccionismo de latas y litronas de cerveza como para hacer otro museo. Hace unos años creí que el cauce del Guadalmedina se iba a adecentar, por agradar a los turistas que ya empezaban a transitar más allá del CAC, por un poquito de vergüenza torera o por ese impulso de ordenar los cojines del sofá cuando viene visita. Iluso de mí. Ya me conformo con que echen algún cocodrilo y se adecente solo.