Ninguna seguridad comparable a la de no tener la más remota idea sobre algo y no ser consciente de todo lo que no se sabe. En ese punto cualquier ocurrencia o disparate que se te pase por la cabeza o que alguien afín te cuente o te venda te parecerá irrefutable pues no ha de pasar ningún filtro o criba, ni frontera de conocimiento, análisis o juicio, sino que una vez entra en tu cerebro, ya sea por generación espontánea o por vía amistosa, forma parte de la verdad más convincente posible y se revela como una creencia religiosa, un dogma.

No es extraño ver en estos tiempos a numerosas personas asegurando confabulaciones inverosímiles, ridículas e infantiles, agarrando al interlocutor por las solapas de su incredulidad y sacudiéndolo mientras lo miran como diciendo '¿Cómo no puedes verlo, si está clarísimo?' y luego lo sueltan con desdén y lo dejan caer a su -desde sus ojos vaciados de mirada- engaño y patraña. Qué lástima deben sentir por todos aquellos que no ven tan claro lo que sus pocas luces de iluminado alumbran. Allí están, por las calles, por las redes, en los bares y en la tele, blandiendo su linterna contra el sol y creyendo que van ganando.

La seguridad del ignorante es un laberinto sin salida porque uno mismo se cierra las puertas, se niega lo de afuera. Por eso cuando se desconoce algo lo mejor es tenerlo muy claro y solucionarlo o apartarse de la discusión antes de precipitarse por el vacío de la saciada ignorancia. Si no, se corre el riesgo de acabar asegurando en medio de una pandemia que no existe el virus que nos diezma, que las vacunas no son un remedio contra nada sino un medio de infección y control enfermizo, o qué sé yo, puedes incluso terminar dando la vuelta al mundo proclamando que la Tierra es plana.