Por las noches, un gato pardo, atigrado, viene a la dipladenia. No sabemos a qué. Lo he bautizado como Rodolfo. Telma se tumba en la alfombra y le espera. La puerta del salón está cerrada así que no puede salir al jardín. Pero no deja de mirar hacia afuera. Pasan otros gatos. Uno, naranja, listado; otra (es una gata que lleva collar, que vive en la última casa de nuestra misma calle, pero anda por toda la urbanización), blanca, se toma la confianza de escarbar en el arriate, bajo las palmeras. Sus excrementos son perjudiciales para las plantas, así que salgo a ahuyentarla. Telma viene detrás de mí, como una leona, directa a por la otra. Una leona de dieciocho años. La gata blanca acelera el paso y trata de saltar a la encimera que hay en un extremo del patio trasero, junto a la barbacoa, desde donde luego saltan a lo alto de la tapia y desde ahí puede llegar, por toda la cornisa, hasta donde quiera que vayan los gatos que pasan cada noche por nuestro jardín.

La gata blanca calculó mal, quizá estaba demasiado asustada. O sorprendida. Y golpeó con la panza en el canto de la encimera, consiguió encaramarse y llegar a la parte alta del muro. Desde allí, a salvo, nos lanzó una mirada. Todavía estuvo unos instantes quieta, mirándonos. Telma tenía los ojos abiertos, muy abiertos, y tampoco apartaba la vista de ella. Había un mechón de pelo blanco en el canto de la encimera. Luego, la gata blanca se marchó.

Con Rodolfo es distinto. Llega por la noche, más o menos sobre las doce, cerca. Telma lleva ya rato esperando. Lo ve entrar en su campo de visión, le sigue con la mirada. Rodolfo sabe que le observamos. Mira hacia el salón, pero sigue su camino, de esa manera que tienen los gatos de andar como sin tocar el suelo. Telma corrige su posición para observarle. Ni Lau ni yo nos atrevemos a movernos del sofá para no espantarle. Al poco, regresa. Hace justo el camino inverso, ligero. Con su cabeza vuelta hacia nosotros. Ahí, Telma suele haberse movido bajo la begoña, entre la maceta de la begoña y una mesa árabe sobre la que tenemos algunas suculentas, una azalea que conseguimos que floreciera por segunda vez. Telma le sigue con la mirada, se retuerce en su dirección como si quisiera seguirle al doblar la esquina, donde dejamos de verlo. No suele volver. Pulsamos el play de nuevo, a esa hora solemos estar viendo una serie, una película si es fin de semana. Un documental, los domingos. Telma continúa vigilando el jardín. Atenta.

La semana pasada descubrimos que Rodolfo era una gata. Y tenía una cría. Sólo una. Salíamos de casa cuando algo se escondió en los helechos. Era tan pequeño que pensé que era una rata. Me acerqué despacio y allí estaba. No era más grande que mi mano, todo ojos, con la cara alargada. Se había escondido detrás de la caseta de madera, entre la caseta y la valla. Rodolfo, género fluido, me miraba desde la calle peatonal que separa nuestra casa de la siguiente.

Yo dije que la cría se llamaba Lucy, pero Lau tuvo una idea mejor: Neón.

Volvimos a verle ese día.

Y al siguiente.

Y después desaparecieron.

De vez en cuando escuchamos maullidos, pero no hemos vuelto a verles por el jardín.

Ni de día, ni de noche.

Telma, por si acaso, no ha dejado de vigilar. Ahora estamos viendo Olive Kitteridge, una miniserie que cuenta veinticinco años de la vida de la protagonista, Olive Kitteridge, que habla de algo que tarde o temprano nos pasa a todos: envejecer. Una miniserie arriesgada, realista, con un guión de esos donde parece que no pasa nada y actores que lo dan todo. Olive madre, Olive esposa, Olive mujer, siempre Olive, interpretada por Frances McDormand. Cuatro episodios. Notable adaptación de la novela homónima escrita por Elizabeth Strout, ganadora de un premio Pulitzer.

Terminamos el capítulo, el único que solemos ver al día, y, antes de subir a acostarnos, salgo a cerrar. Sin rivales, Telma no me acompaña. Se queda en el umbral de la puerta, mirándome. Sabe que en breve aparecerá Lau para darle su medicina y media loncha de pavo como recompensa. Mientras se la come, cierro la cancela, cierro las puertas del salón, echo la llave de la puerta principal y apago la luz de la entrada. Lau hace el double-check antes de subir también.

Siempre se demora, no sé en qué. Todavía me da tiempo a lavarme los dientes, ponerme el pijama. Todavía me resisto a leer unas páginas en la cama, hay noches que ni eso. Esos días, cuando Lau llega, ya estoy de medio lado, entre despierto y dormido, con el capítulo que escribiré al día siguiente girando en mi cabeza. O el artefacto, si estoy enamorado de lo que estoy haciendo, si estoy nervioso porque no sé qué publicaré esa semana. No consigo dormirme hasta que no siento el peso de su cuerpo al otro lado de la cama, hasta que ella se rinde y deja el libro sobre la mesilla, apaga la luz. Para entonces, Telma ya ha subido también. Es posible que haya maullado al entrar en la habitación o al llegar a la alfombrilla que hay en mi lado de la cama. Telma se tumba, apoya la cabeza sobre mis zapatillas, unas Crocs que me regaló Lau y parecen eternas, y se lava con parsimonia.