Agosto se va marchando dejando un halo nostálgico de un verano que no fue. De un período estival agotado por la incertidumbre que nos consterna; de un tiempo despidiéndose sin haberse presentado. La ciudad se moldea en un fotograma, tildado de una luminosidad ilusoria, y se contempla a sí misma en blanco y negro. Las mascarillas ocultan las muecas de un quebranto generado por una época sumergida en un desaliento persistente.

He quedado con Julio Cortázar para celebrar su cumpleaños. Él, como siempre, me recuerda que en estos lapsos tan vitales como enmarañados los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo. Hablamos de esta etapa confusa y recelosa; como no sabemos disimular, nos damos cuenta de que para verte, Málaga, como yo quería, era necesario empezar por cerrar los ojos. Y tengo que decir que confío en la causalidad de haberte conocido. Que nunca intentaré olvidarte, y que si lo hiciera, no lo conseguiría. Me basta mirarte para saber que contigo me voy a calar el alma.

En este día de aniversario, Cortázar me comenta que los regalos más insignificantes como un beso en un momento inesperado o una nota escrita con prisas pueden ser más apreciados que una lustrosa alhaja. La vida, como un comentario de otra cosa que no resolvemos, y que está ahí al alcance del salto que no osamos dar.

Va bajando la luz en las cervezas y la tarde se torna aún más cómplice. Tras un resquicio de optimismo, el narrador me advierte: «Probablemente de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza pertenece a la vida, es la misma vida defendiéndose». Julio se despide en un agosto donde debe existir un basurero en el cual estén amontonadas las explicaciones. El crepúsculo lo inunda todo.