Tienen los atardeceres de verano en Málaga algo especial que no sabría definir, pero que son capaces de producir algo parecido al síndrome de Stendhal, esa especie de desvanecimiento, a la vez que de una especial agudeza y percepción visual, que la contemplación de la belleza provoca en algunas almas sensibles. Posiblemente ese algo sea la luz, que tiñe la tarde de tonos rosados, sepias, azules celestiales, verdes pálidos, de una intensidad matizada, que hace que hasta el aire sea un soplo delicado de plenitud espiritual. Nada turba, nada espanta, todo es como un hálito de paz, de quietud, como si cada cosa estuviera en su sitio adecuado, como si la naturaleza impusiera una tregua en el agobiante latir descompasado y desbocado del corazón de un mundo que parece haber perdido la cabeza.

La foto que acompaña a estas líneas la hice anoche con el móvil desde este lado del río. Se trata del perfil del antiguo convento de Aurora María y la torre de la iglesia de San Pablo, donde el Cautivo es el único que puede liberarnos de esta pesadilla enferma, hasta que Oxford o quien sea encuentre la fórmula para detener este viento del este. Hasta el esperpento de cauce tapiado y seco que disfrutamos y el tradicional cableado aéreo que suele adornar nuestras calles, amenazadas a estas alturas del año por la instalación urgente de las luces de unas Navidades negras, solamente adelantada por el disparate de Abel Caballero en Vigo, cobran una especial belleza y sutileza y claror simplemente por la luz de esta ciudad de nuestras dichas y desdichas. Ese especial resplandor provocó la existencia de una escuela de pintura en el XIX, que a su vez, produjo un Picasso, que lo llevaba metido para siempre en su cerebro y que era Málaga, a pesar de Barcelona, Paris, Niza, Cannes, La Californie, Antibes y toda la Costa Azul y la Provenza juntas. Porque el recuerdo de los juegos infantiles es lo que conforma nuestras vidas para siempre. De todo eso hablábamos anoche mi amigo Paco Calderón y yo, cenando en la terraza de 'La bodeguita', 'El Cenachero', o 'Er Juani', que de todas esas maneras la llamamos y nos entendemos. De todo eso y de pintura, de arte, de Papas, de cardenales y de iglesias, de monarquías y republicas, de toisones de oro y jarreteras, de vergüenzas y desvergüenzas, de tradiciones e imposiciones, de mentiras y verdades. Pero en el tono sosegado que produce una manzanilla Papirusa fresquita acompañada de conchas finas aleteantes por el limón y bolos cristalinos, en el silencio del escaso tráfico rodado y el hablar enmudecido de los contados transeúntes embozados. La delicia de las noches de verano sin feria y sin turistas es la cara de una moneda cuya cruz es la ruina de la ciudad que ha visto nacer al ministro del ramo, cuya única preocupación parece ser el derrocamiento de la monarquía, la instauración de la república y aclararnos desde su particular arengario el escaso valor añadido de la única industria seria de la que viven la ciudad y casi el país, el turismo. A la vista está.

Esta mañana he estado visitando las excavaciones arqueológicas del Astoria. Gentilmente invitado por mi querida amiga arqueóloga. La sensación ha sido parecida a la que me produjo la visita al arrabal árabe de la Avenida de Andalucía, destruido con nocturnidad y alevosía a la velocidad que seguramente hubiera provocado un estallido de placer a Marinetti, imaginando el paso del ferrocarril metropolitano por el túnel, arrollando a su paso mil años de historia en el altar del futurismo municipal y espeso. ¿De verdad que es preciso destruir de nuevo nuestras raíces? Hace poco tiempo subí por vez primera al autobús turístico rojo para enseñar algo de la ciudad a una querida amiga italoespañola. Aproveché para hacer algunas fotos de las excavaciones. Hoy no he hecho ninguna, por no crear problemas a nadie. Miren, en el Astoria está el palimpsesto de la ciudad, las tumbas romanas, las calles y casas nazaríes, los restos columnados de la iglesia del convento que allí existió en el XVII, las bellísimas columnas de ladrillo con el pavimento de un patio y un sumidero en una sola piedra de cantería con una estrella hendida en el centro de una belleza sorprendente, y muertos, muertos a la vista, muertos romanos, nazaríes y cristianos... allí está la historia de esta ciudad y de la civilización que creó este mar y sus orillas, y la visión del alminar turolense de Santiago... y pedazos de cerámica vidriada azul que proclaman a Alá el misericordioso... ¿es preciso destruir esto?, ¡por los clavos de Cristo!, que diría mi madre. A nadie, salvo a un descerebrado que odie a su familia, se le ocurre romper fotografías, cartas y recuerdos familiares, destruir la memoria de sus padres, de sus abuelos, y de sí mismo para permanecer abandonado en la vida, esperando la muerte en solitario. Algo similar es lo que volveremos a hacer si también esto se destruye. La cultura de una ciudad no se mide por el número de museos, por importantes que sean, sino por el mimo y el tacto y el sentimiento con que guarde su memoria y se sienta identificada con ella y hasta orgullosa de saber que la razón de su propio ser está en esas ruinas y esos muertos. Hágase allí un parque arqueológico, en el centro de la ciudad, abriendo la plaza de la Merced a la visión de la Alcazaba, un lugar visitable, interpretable, digno de estudio allí, no en otro lugar, trasladado y desubicado de su contexto, junto al teatro romano y las murallas árabes y la inexistente puerta de Granada, y el obelisco de la libertad. Las edificaciones burguesas del diecinueve, incluso los espantos del veinte, todo conforma el escenario de qué somos y quiénes somos. La plaza no necesita otro edificio ahí, porque claramente no fue creada con esa estructura, o no se entiende entonces por qué las Casas de Campos llegan hasta la misma calle de la Victoria. El edificio del Astoria sí que estaba claramente desubicado.

Esta tarde he estado contemplando otra de las joyas desconocidas de esta ciudad tan ajena a sí misma. Por razones personales he estado en la Expiración, en su Casa Hermandad y han tenido la gentileza, a petición mía, de enseñarme despacio el trono del Cristo. Una joya de una belleza indescriptible, Ese trono, sin la menor duda el más importante de España, encierra en sí mismo toda la historia del arte. Ahí están las Panateneas del Partenón que descansan en el latrocinio constante del Museo Británico, y el Ara Pacis, y el Salero de Viena de Benvenuto Cellini, y las cabezas de Las sibilas y hasta el Moisés de Miguel Angel, y frisos renacentistas y barrocos y hasta secesión vienesa y sobre todo están las puertas del Paraíso de Ghiberti de la Catedral de Florencia, en su dorado bronce y plata sobre la caoba, para pasear por las calles a un crucificado exangüe, obra impresionante de Benlliure, justo en el momento en el que el rostro del Pantocrátor de los mosaicos bizantinos islamizados recientemente, expira.

He vuelto caminando tranquilo, sosegado, oliendo la vida, observando a la gente, a nuestra gente, observando acciones individuales, contemplando la belleza de los árboles centenarios de la Alameda y las palmeras del Parque y la Aduana, que defienden como altísimas picas de los tercios de Flandes la grandeza de la Aduana y los cipreses de Puerta Oscura. La belleza urbanística y civilizada de las Casas de Felix Sáenz, el afrancesado Palacio de la Tinta de incierto futuro, el Miramar, hermoso exteriormente tras su restauración - del interior prefiero no hablar - el Cementerio Inglés, tan romántico, tan mediterráneo y tan inglés... y choriceas y jacarandas y plumarias y naranjos, las grandes casas aun en pie recuerdo de una Caleta embellecida no por la nostalgia, sino por la memoria viva y feliz. He venido observando casa por casa, incluidas la de mis padres y la de mis abuelos y todas las demás, comparando la realidad con la visión recordada. Y han cambiado muchas cosas. Unas para bien. Otras para mal. Pero como decía al principio, esta claridad esplendorosa de Málaga difumina incluso los espantos y hace que uno prefiera no mirar ni cableados aéreos, ni atropellos urbanísticos, o arboricidas. Parece que todo está bien. La placidez hace que solo repare en la alegría de vivir en una ciudad que a veces parece dar la razón al recuerdo que Aleixandre tenía de ella. Por cierto, seguimos esperando.

Mañana sábado bajaré temprano a la playa. A esa hora el agua está limpia, clara y fresca y el sol aún bajo, casi delicuescente el reflejo en la superficie marina. Los peces han vuelto a la bahía. No hay casi nadie normalmente. Solo el personal del servicio municipal de limpieza, que deja el espacio pleno de civilizada limpieza. Si por las tardes presenta un aspecto altamente reprobable, solo es debido a que muchos hacen en los espacios públicos lo que no hacen en sus viviendas. ¿Cuándo van a enseñar a los niños en los colegios, que además de sentir respeto por los animales hasta la extenuación, hay que empezar por respetarnos a nosotros mismos y que para ello hay que respetar la tierra, el suelo que pisamos que suele estar mugriento en estrecha colaboración de unos y otros hasta conseguir que no haya peligro de caerse porque los zapatos se pegan en la acera? ¿Por qué somos tan escasamente civilizados?

A las diez me vuelvo a casa antes de que empiece la invasión y siempre acuden a mi mente los versos amados «ciudad madre... angélica ciudad... un soplo de eternidad pudo destruirte... ciudad de mis días marinos... oh ciudad no en la tierra...».