Admito que desde siempre he amado al Báltico, al que pongo junto al Mediterráneo de los antiguos dioses, o el Índico y el Caribe de las islas mágicas, en los mares que llevo en el corazón. Con devoción, como las pequeñas patrias íntimas que Borges evocaba en su modesto piso del barrio antiguo de Ginebra. He tenido la feliz oportunidad de conocer e incluso de explorar sus orillas. Incluso las de la Estonia liberada en la transición de la Unión Soviética en los finales del siglo pasado. El gobernador Ago Silde y mis amigos de la escuela de hostelería de Kehtna (la admirable Kutsehariduskeskus) me regalaron un ejemplar de 'La bodega' de Vicente Blasco Ibáñez. Probablemente la primera novela española, después del Quijote, que fue traducida al estonio. 'Wiinaladu' fue publicada en Tallin, en 1911. Es un pequeño gran tesoro. Durante algún tiempo esa escuela fue tutelada por La Cónsula, en la lejana Málaga.

También surqué las aguas del archipiélago de Estocolmo en un caluroso verano de la década de los setenta, con Concha, mi mujer, en la embarcación de unos buenos amigos suecos, enamorados de la Marbella de entonces. Eran aguas festivas, pues el verano es época sagrada en ese reino tan luminoso como amable, al que tanto he querido y sigo queriendo. Eran aguas también pacíficas. En las que el navegante prudente solamente debe evitar algún ciervo que otro, nadando altivo entre las islas.

Conocí hace ya tiempo las aguas bálticas del norte de Alemania, tan evocadas por los pintores y la mejor literatura de la Europa septentrional. En Timmendorfer Strand, muy cerca de Lübeck y de la siniestra frontera que entonces dividía a las dos Alemanias, ya apuntaba maneras aquella muy concurrida playa. No lejos de las aguas en las que en 1922 navegó el 'Racundra', el valeroso velero de un pundonoroso navegante inglés, Arthur Ransome, protagonista de un libro maravilloso. También he estado no pocas veces en la 'ciudad blanca del norte', Helsinki. La capital de la indómita Finlandia. La que fundara un gran rey sueco, Gustavo Vasa. En 1550. Un siglo después decidieron que estaba demasiado lejos del mar. Tenían razón. A 5 kilómetros la levantaron de nuevo, ya en las orillas del Báltico. Por expreso deseo del Zar de todas las Rusias, Alejandro I, Helsinki se convirtió en 1812 en la capital del Gran Ducado de Finlandia.

Pero nunca he estado en Kaliningrad, la antigua Königsberg, la patria de Kant. 'La colina del Rey' fue la capital espiritual del Reino de Prusia. Desde 1945 es parte de Rusia. Es un enclave importante. Su base naval apuntala la presencia de la Federación Rusa en el Báltico. En aquellos no tan lejanos tiempos de guerras terribles y de caudillos enloquecidos y sus millones de víctimas inocentes, la antigua Königsberg fue literalmente pulverizada, como tantas otras ciudades europeas. Al final de la Segunda Guerra Mundial el territorio fue anexionado por la Unión Soviética. Sus habitantes alemanes fueron expulsados. Tuvo Königsberg unos comienzos tan violentos como su final. En 1254, la fundaron los Caballeros Teutónicos, aquellos temibles guerreros germánicos que ya buscaban entonces la pureza étnica. Como solía ser en aquellos tiempos, tan brutales como los actuales.

La guerra dejó pocos vestigios en pie de la antigua ciudad. Los soviéticos dinamitaron lo poco que se salvó de los bombardeos. El nombre de Königsberg fue abolido oficialmente en 1946. La ciudad fue rebautizada como Kaliningrad, en honor de Mikhail Kalinin, aquel correoso jerarca bolchevique que presidió el Presídium del Soviet Supremo de la URSS. La catedral, una de las maravillas del gótico alemán, había ya sido destruida por las bombas británicas de la RAF. Las autoridades rusas la reconstruyeron después de la caída del muro de Berlín. Aparte de la hermosa catedral y algún que otro edificio notable, las únicas huellas germanas que encuentra hoy en día el visitante son las tapas de fundición del alcantarillado de la ciudad antigua. De hierro forjado y aparentemente indestructibles. Se puede leer en ellas esta leyenda con el nombre del fabricante, sin duda un eficiente representante del genio industrial alemán: 'L. Steinfurt A.G. - 1937 - Königsberg'.

Hoy seguimos teniendo a Kant, el universal filósofo alemán. Aquel gigante del pensamiento inteligente que nunca quiso salir de su Königsberg natal. Hay que reconocer que los nuevos amos generalmente respetaron su memoria. Hasta el extremo de haber cambiado el nombre de la nueva Universidad Rusa. Ahora se llama Universidad Immanuel Kant. Espero poder regresar algún día al Báltico. Y espero poder andar un día por las calles de Königsberg - o Kaliningrad - ciudad que quizás he conocido, difuminada ahora en las brumas de alguna vida anterior.