Sólo cabe calificar de ensañamiento el modo en que se están comportando autoridades británicas con el fundador de Wikileaks y no se acaba de entender sin el deseo de Londres de hacerle un favor a Estados Unidos, que reclama la extradición del australiano por haber expuesto públicamente sus vergüenzas. No en vano son países que, junto a otros anglosajones, colaboran siempre en materia de espionaje.

Republicanos y demócratas norteamericanos, que en esto, como en otras muchas cosas, no hay diferencia entre los dos partidos de gobierno, no toleran que alguien como Julian Assange revelase de pronto al mundo los crímenes de guerra cometidos por sus tropas en las guerras de Irak y Afganistán, crímenes que por cierto nunca serán juzgados en una corte penal internacional como los de cualquier país africano o balcánico.

Las imágenes de militares estadounidenses disparando indiscriminadamente desde un helicóptero Apache contra grupos de iraquíes, niños y un empleado de la agencia británica Reuters, en un barrio de la capital iraquí como si se tratase de un videojuego, y que ha podido ver todo el mundo gracias a Wikileaks, son difíciles de olvidar.

Gracias a Wikileaks hemos podido también enterarnos de que tropas estadounidenses mataron a más de 700 civiles iraquíes, entre ellos mujeres embarazadas, por acercarse demasiado a sus puestos de control y que los militares de ese país entregaron además a centenares de iraquíes a brigadas de ese país de las que se sabía que cometían a torturas a sus prisioneros.

La secretaria de Estado de Barack Obama, Hillary Clinton, dijo en su día que la publicación de esos documentos ponía en peligro la vida de militares de ese país y de sus aliados, mientras que el secretario general de la OTAN, lejos de condenar esas violaciones de los convenios de Ginebra sobre los derechos de las personas en tiempos de guerra, se lamentó sólo de que su conocimiento por la opinión pública pudiese crear «una situación muy desafortunada».

Assange, que pidió asilo político en la embajada ecuatoriana en Londres en un intento de evitar la casi segura entrega a EEUU, pasó allí siete largos años amparado primero por el Gobierno progresista de Rafael Correa antes de que el sucesor de éste, Lenin Moreno, se sometiese a las presiones de la superpotencia, le retirara el asilo y permitiese a la policía británica sacarlo a la fuerza de la sede diplomática para después encarcelarlo.

La justicia de ese país dictaminó que Assange había violado, al refugiarse en la embajada, las condiciones de libertad bajo fianza concedida por las autoridades mientras disputaba una solicitud de extradición presentada por Suecia, donde dos mujeres le habían acusado de haber practicado el sexo con ellas sin su consentimiento.

La justicia del país escandinavo terminó retirando una acusación más que sospechosa, pero los británicos han mantenido a Wikileaks en la prisión de alta seguridad de Belmarsh como si se tratara de un terrorista mientras los tribunales, que se están tomando su tiempo, deciden sobre su extradición a Estados Unidos, donde puede ser condenado hasta a 175 años de cárcel por pirateo informático y otros diecisiete delitos que incluyen los de espionaje y revelación de secretos oficiales.

Durante su reclusión en la embajada ecuatoriana, Assange inició una relación secreta con una de sus abogadas, la surafricana Stella Morris, de la que ha tenido dos hijos, pero ni siquiera el hecho de haber formado ya una familia ablandó a las autoridades británicas, que se han negado a dejarle salir de prisión, donde lleva ya 50 semanas, y permitir que viva en el domicilio de su abogada aunque estrechamente vigilado mientras se decide sobre su extradición.

La juez encargada del caso tampoco ha concedido al equipo de abogados de Assange el aplazamiento que éstos solicitaban para poder revisar los nuevos cargos, todavía más duros que los iniciales, presentados por una superpotencia deseosa sólo de venganza contra el fundador de Wikileaks.

Resulta al mismo tiempo indignante para muchos británicos que Washington reclame insistentemente su extradición mientras se ha negado hasta ahora a entregar a la justicia británica a una ciudadana estadounidense esposa de un agente de la CIA destacado en Londres que atropelló a un adolescente, al que causó la muerte, y huyó luego cobardemente con su vehículo.

Frente a quienes acusan a Assange de ser un ciberpirata y un traidor a su país, el veterano lingüista y activista norteamericano Noam Chomsky, uno de los muchos defensores que tiene también Assange en el mundo anglosajón, ha calificado sus actividades de «periodismo de primer nivel» a la vez que ha llamado a defenderle contra «un poder estatal totalmente descontrolado».

Los periódicos de todo el mundo que como The New York Times, The Guardian y Der Spiegel, publicaron en su día con grandes titulares las revelaciones de Wikileaks no pueden dejarle ahora en la estacada. La libertad de información, pilar fundamental de la democracia, está cada vez más en peligro por los poderes en la sombra.