En el transcurso de la semana que termina han ocurrido tres hechos en los que resulta oportuno reparar porque son un buen ejemplo de los problemas de nuestra vida política en el momento presente. Uno alude al episodio protagonizado por el Gobierno español y el autonómico de Madrid, que comenzó el lunes con una actitud muy cooperativa envuelta en mucha pompa y concluyó el viernes con el desplante pocas veces visto que el ministro de Sanidad le hizo al consejero madrileño desde la sala de prensa vacía de Moncloa. El desencuentro final demuestra que en realidad ambos gobiernos no tuvieron nunca el ánimo dispuesto a colaborar. Antes al contrario, su intención es la seguir con su enfrentamiento, abierto o soterrado, y llevar la rivalidad que mantienen el PSOE y el PP a todos los rincones de la política nacional. La rumoreada moción de censura de los socialistas a Ayuso es uno más de los constantes intentos de cada uno de los dos mayores partidos de provocar inestabilidad alrededor del otro y, cuando ejerce el poder, si es posible, desbancarlo. Pero lo relevante del caso es que deriva de la postura adoptada por el Gobierno nacional de dejar en manos de las comunidades autónomas la gestión de la pandemia, sin prever la probabilidad de que se produjera la situación creada en Madrid y que tuviera que intervenir, contradiciéndose a sí mismo.

Otro hito de la semana política ha sido la solicitud de una evaluación de la gestión de la crisis sanitaria, firmada por destacados científicos españoles y hecha pública por la prestigiosa revista médica 'The Lancet'. No es la primera vez que el Gobierno recibe una petición similar. La evaluación es una práctica habitual en las democracias avanzadas, pero en España la vamos adquiriendo perezosamente, con cierto desdén, combinando decididos pasos adelante con retrocesos. Pedro Sánchez acompaña la acción de su gobierno con un lenguaje seductor, algo impostado, de transparencia, rendición de cuentas y cogobernanza. Sorprende, por ello, ante una crisis única y tan letal, que el Gobierno no recurriera al criterio autónomo de los científicos, los profesionales con mejor reputación entre los españoles, ni atendiera la petición de una evaluación externa planteada en la Comisión para la reconstrucción del Congreso ni, sobre todo, hiciera una evaluación por iniciativa propia, la única manera fiable de saber si estaba haciendo bien las cosas.

Sin una evaluación rigurosa, con la versión integrista del partidismo imponiendo su ley, la gestión del Gobierno aparece rodeada de sombras, genera dudas, suscita una polémica permanente y, lo peor, la pandemia está fuera de control. Aún así, el evento político más negativo de la semana ha sido la ausencia del Rey en Barcelona. El Gobierno ha faltado de nuevo a su palabra y, en vez de ofrecer una explicación, ha preferido callar y dejar a todos sumidos en el estupor, sin otra opción que especular con las posibles razones, y, cuando ha querido esbozar una justificación, ha sembrado la inquietud. Yo, sin ir más lejos, me he preguntado qué motivo puede haber para evitar la presencia del jefe del Estado en Cataluña y, por elevación, qué habría hecho este Gobierno si el viernes pasado hubiera sido el 1 de octubre de 2017.

En resumen, el acto judicial resultó deslucido y deja un ambiente enrarecido en las relaciones entre los poderes del Estado. La tensión va en aumento. La batalla política empieza a librarse ciega y cínicamente por encima de lo que los populistas, siguiendo la estela de Carl Schmitt, consideran la parafernalia parlamentaria y mediática de la democracia. La oposición, la justicia independiente y la prensa libre están en la diana. La tendencia a la polarización no reconoce límites. Nos estamos poniendo fuera de juego en la lucha política y así el sistema, incluida la Corona, se tambalea. Algunos ven en acción una espiral autodestructiva. El peligro salta a la vista.

Es el signo de los tiempos. España no es un caso aparte, pero debemos preguntarnos por la fortaleza de nuestras instituciones y la responsabilidad para con ellas de cada uno. El gran Gaziel, uno de los grandes nombres del periodismo liberal, que escribió encerrado en el Madrid de la posguerra 'Meditaciones en el desierto', un libro imprescindible, publicó un mes después de la revolución del 34 en La Vanguardia, diario que había dirigido, un artículo titulado 'Nuestra incapacidad para la democracia', en el que denunciaba la conducta excluyente de las izquierdas y las derechas, la deslealtad de unas y otras al régimen, la confusión de los partidos entre gobernar y hacer lo que se les antojase en el poder, y sentenciaba: «La democracia aquí no es más que un nombre de raíces clásicas y de contenido extranjero». Tras advertir que si la democracia republicana seguía fallando vendría una dictadura, convocaba a los españoles a hacer un último esfuerzo para impedir el nefasto desenlace que se avecinaba. Pero la España de hoy cumple casi medio siglo de democracia. Nadie duda de las aptitudes democráticas de los españoles. Entonces, ¿qué nos está pasando?