Mi padre era persona de pocas palabras, pero era un hombre de palabra. Cuando tenía que hablar de alguien cuyo comportamiento le parecía inaceptable, solía decir «es un pragmático», porque para él no se debía acomodar nunca el comportamiento a los intereses del momento, ni al egoísmo personal, ni a los propios intereses, ni a la mentira como forma de vida, sino que la coherencia con la propia escala de valores tenía que ser absoluta en todo momento de la vida. No era un hombre de este tiempo, aunque su ejemplo hoy tiene más valor que nunca en un país desnortado y a la deriva, no era maleable, no sabía plegarse a las conveniencias, no pactaba con cualquiera para conseguir el fin que fuera y no renunciaba a lo que él consideraba que era lo que había que hacer en cada momento. Lo recuerdo diciéndonos en tono burlón: «¡Ahora necesitáis avales, garantías, acuerdos por escrito, firmas y os engañan!», para asegurar a continuación que, en sus tiempos, cuando una persona estrechaba su mano con otra en señal de conformidad, no era ni imaginable que aquel acuerdo no fuera a cumplirse. Y eso que a él, lo engañaron algunas personas y algunas veces, por no decir que muchas, pero su concepción de la vida era tan intachable, que nunca hubiera variado su comportamiento a posteriori, ni aun sabiendo lo que iba a ocurrir.

Y lo mismo que hablaba poco y soñaba mucho, su corazón era directamente proporcional a sus silencios, porque no le cabía en el pecho. Era de poco hablar y de mucho hacer. A muchos hizo rico y a no pocos sacó de grandes apuros económicos, o de otra índole, pero cumplía a rajatabla aquel mandato evangélico de que tu mano izquierda no se entere de lo que hace la derecha. Por eso, casi todo lo grande que hizo mi padre, sus obras, logros y realizaciones, que fueron no pocas, he ido conociéndolo y sabiéndolo, descubriéndolo por boca de amigos y compañeros, después de aquel veintiocho de junio en el que murió en mis brazos, como el que dice. Él, que con su sola presencia imponía respeto, se quedó dormido simplemente. Por eso, en aquella Málaga, que desapareció para siempre, decir «D. Mariano» solo podía estar referido a él, aunque muchos en el agradecimiento a sus acciones también le llamaban «San Mariano». Tenía las manos anchas y suavemente cálidas, hasta que se hizo viejo y se le enfriaron para siempre mucho antes de irse. Era tan naturalmente elegante, tan sencillamente distinguido, tenía eso tan definitorio que antes se decía, un porte tan señorial, sus trajes de franela en invierno y alpaca en verano, que le hacía a medida D. Agustín Salvago, maestro sastre, eran de tal calidad, de una caída tan suave con aquellas rayas del pantalón tan planchadas a conciencia, aquellas camisas de seda cruda, que le hacía «Alfaro» en Madrid, cuando la Gran Vía alternaba «Alexandre» con «Aldao» y «Loewe», era en resumen un hombre tan alejado del sofisticamiento amanerado, pero tan cercano a la real elegancia y clase, que, unido a que nunca cambió de peso y nunca le vi sudar, no tuvo que enseñarnos nada verbalmente, porque con su sola prestancia aprendimos como había que manifestarse. No solo en el vestir, sino también en el comportamiento, en el nudo de la corbata, en su forma de hablar, en sus escasos gestos, en su forma de encender un cigarrillo con su Dupont, cuyo chasquido tengo guardado en mi cerebro, en la forma de llevar el ABC en la mano, sostenido solamente con dos de dedos, todo en él era natural. Incapaz de cualquier procacidad, ordinariez o zafiedad, él era un alto y claro varón de España y se enorgullecía de comportarse como tal. Hombre de fe, amante de la liturgia y el rito, firmemente creyente, pero carente de cualquier tipo de beatería. D. Francisco García Mota, le llamaba «mi feligrés», porque muchos días estaban los dos solos en misa de once en la Catedral, que mi madre y él nos enseñaron a amar sin decir palabra.

Mi padre desconocía lo que sean la frivolidad, o la superficialidad, porque era un hombre recto, sólido, grave, cumplidor e inflexible seguidor de unas pautas de comportamiento, que eran siempre las mismas, a las mismas horas de todos los días del año. Creo que contaba diariamente los pasos como Phileas Fogg. Amigo de sus amigos, miembro activo de aquella reunión que tantas cosas decidió en la ciudad, que tuvo su sede, primero en «La Cosmopolita» en calle Larios, después en «La Alegría», el mejor restaurante de Málaga en décadas en la calle Marín García, o en «Ricardo», esa joya de coctelería convertida en tienda de móviles, donde a veces coincidía con un joven Manolo Alcántara, donde se intercambiaban secretos del dry martini al que tanto amaban. Lugares, personas y circunstancias de un tiempo y de una forma de vida desaparecidos, que un grupo de amigos, que representaban lo mejor de aquella Málaga, escogieron como lugares de ocio, charla, negocios, o simplemente para ver pasar la vida, esa forma tan nuestra de existir.

Pero mi padre no se limitó a ver pasar la vida, sino que participó activamente en ella. Había estudiado en el colegio de San Agustín de Málaga y en el Real Colegio de la Abadía del Sacromonte en Granada. Fue abogado y profesor mercantil, aunque nunca ejerció, porque desde muy joven ocupó el cargo de director del Banco Coca, un banco pequeño y familiar, pero con una fuerte influencia en el establishment de entonces, y consiguió convertirlo en el primero del ranking de pasivo en la ciudad, lo que a su vez le llevó al nombramiento como subdirector general en el sur de España. Desde aquí abrió sucursales en el Rincón de la Victoria, Mijas, Marbella, Granada, Almería, Córdoba y Las Palmas de Gran Canaria. La vida financiera de entonces no tenía nada que ver con la de ahora, Abrir una sucursal era algo realmente importante y nunca se cerraba una sucursal, porque ningún banco tenía miles de sucursales. Mi padre creó la Cámara de Compensación Bancaria, vital en unos años y una época en que internet ni siquiera se imaginaba, para poder realizar día a día todas las operaciones bancarias que hoy se realizan entre bancos con un simple golpe de teclado. Y fue también un visionario, porque ayudó al movimiento de las peñas incesantemente, intuyendo la fuerza de aquel movimiento en un mundo en el que el asociacionismo era un tabú. Y en el mundo cofradiero fue uno de los cofundadores de la cofradía de Estudiantes, de la que llegó a ser hermano mayor, aunque posteriormente algunos han intentado y casi conseguido borrar su imagen y su obra en esa hermandad, a la que Ignacio Coca, presidente del banco y amigo personal suyo, prodigó sus favores con generosidad y largueza. Y algo que yo desconocía, dado su carácter reservado, y que me contaron Eduardo Guerrero y Jose Manuel Cabra de Luna, salvó una mañana de sábado la iglesia de San Julián y el Hospital de la Caridad, que hoy ocupa la Agrupación de Cofradías, de la intervención y derribo, depositando el millón de pesetas necesario para evitarlo. Y que cuente D. Francisco García Mota, director entonces de las Escuelas Rurales de D. Angel Herrera, la ayuda que le prestó para evitar que se cerraran. O el cura Jacobo, ya fallecido, a quien prestó ayuda constante en Huelin y en la parroquia de San Patricio, ahora que tanto abundan las medallas «Pro Ecclesia». A mi padre nadie le regaló nada, ni le concedió nada, ni nadie se acordó de él cuándo envejeció.

Y también el mundo de la cultura prácticamente desconoce cuánto hizo. Junto a otros pocos soñadores abrió el Ateneo en un piso de la plaza del Obispo, encima de la tienda de muebles de Blasco, el pariente de Picasso, por vez primera después de la Guerra Civil. Y financió la salida a la calle de nuevo de Litoral, también después de la matanza, - en un ejemplo de civilidad tras tanta sangre- como acreditan las dedicatorias de su director y verdadero amigo José María Amado, artífice de aquella proeza, en las páginas de respeto de cada uno de los ejemplares de la mejor revista literaria de España entonces y ahora y al que tuvo que sacar de comisaria una noche que aún recuerdo, por la publicación de algo que entonces constituía un pecado de leso franquismo y hacerse responsable personalmente del bueno de José María. Algo que ahora se expone en el Museo Picasso con toda tranquilidad. «El cascabeleo del plato de caracoles», ¡qué bellísima imagen!

Podría estar horas escribiendo y narrando cosas que hizo mi padre, pero posiblemente a él no le gustaría. Con lo que he escrito tendría suficiente. Prefiero recordarlo en los viajes familiares que organizaba en verano por toda España. Porque él nos enseñó las catedrales, los monasterios, los conventos, los museos, los palacios. Y nos llevó al hotel Real de Santander, y al María Cristina de San Sebastián y a los Reyes Católicos en Santiago y a San Marcos en León y al Landa en Burgos, y al Castellana Hilton y al Velázquez en Madrid y a la Arruzafa en Córdoba y a los inolvidables veranos en el Victoria en Ronda. De todo ello guardo emocionada memoria en mi corazón, como una mañana los dos solos, yo con doce años, rodeando al amanecer el lago de Sanabria en Zamora, en el silencio de los pájaros y nuestros pasos sobre la hojarasca húmeda de rocío. Y recuerdo su imagen enamorada de Granada, a la que aprendí a amar como él, con sus libros de Gomez Moreno y don Manuel García Gómez anotados al margen con su letra cuidada, cuando vivió de estudiante en una pensión de la calle Real, junto a Santa María de la Alhambra y el Parador de San Francisco, cerca del «Polinario» de Ángel Barrios y del recuerdo de Falla en la Antequeruela Alta. O su enamoramiento de Málaga, cuando en las tardes de verano después de recoger jazmines y depositarlos en una bandejita en el vestíbulo de nuestra casa, se sentaba con un whisky mirando al mar, esperando las bandadas de aves migratorias hacia el sur. Siempre hacia el sur.