Opinión | Palique
La mañana del girasol
Mi vecino venía con una garrafa de cinco litros. «No usamos este aceite pero qué se yo»
Coincido en el ascensor con un vecino que trae una garrafa de aceite de girasol de cinco litros. No uso el aceite de girasol, me dice. Pero todo el mundo se lo estaba llevando, se daban codazos, quedaban muy pocos, así que me he puesto nervioso y lo he echado al carro. Sonrío. Añade: a ver qué dice ahora mi mujer. Le pregunto si ella tampoco lo usa. Me dice que no, que usan poco aceite y que el que emplean es de oliva. Después de un incómodo (y aceitoso) silencio de varios segundos, añade: «Ya». No es un ya imperativo en el sentido de que pare o de que callemos. No. Es un «ya» resignado, como de respuesta a una afirmación que yo no he hecho. Podría haberle dicho: estás un poco majara, pero no lo he dicho. Podría haberle soltado: no te entiendo, estás desperdiciando aceite y dinero. Pero no digo nada. Y él solo dice «ya».
El ascensor sigue su marcha y de nuevo lamento no vivir en el primero. Él también. No sé si decirle no pasa nada, hombre. O por pura empatía y para romper el silencio incómodo, inclemente y espeso, afirmar que a mí me ha pasado lo mismo qué se yo, con los mejillones. Que no me gustan nada los mejillones y menos en escabeche pero que en las baldas de mejillones en escabeche solo quedaban diez latas y me las he llevado todas. Desabastecimientos a mí.
Podría decirle eso, sí, en gesto de camaradería vecinal. Pero no digo nada. La etiqueta de la garrafa es la foto de un girasol. Claro, qué va a ser. Aunque bien mirado, no todas las etiquetas de aceite de oliva traen un olivo. Llegamos al piso en el que ambos vivimos. Salimos del ascensor. Hay una despedida titubeante y musitada, un hasta luego cabizbajo. Saco mis llaves y él las suyas. Abrimos las puertas contiguas, él con su aceite, yo sin nada. Bueno, con las llaves. Él toca el timbre. Disimulo, ralentizo movimientos para poder ver si su mujer le dice algo al abrirle. No lo consigo. Penetro en mi casa y de inmediato, claro, pongo la oreja pegada al tabique. No oigo nada. Nada de nada. Y así llevo toda la mañana.
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