Opinión | Mis días marinos

Tardes de toros

El torero Antonio Ordóñez y Ernest Hemingway en la piscina de La Cónsula.

El torero Antonio Ordóñez y Ernest Hemingway en la piscina de La Cónsula. / L. O.

El claro sonido de la cucharilla de plata chocando lentamente contra los bordes de la taza de porcelana indicaba que mi padre estaba listo para salir en diez minutos, mientras una profunda vaharada de intenso olor a café puro inundaba el cuarto de estar de la casa, mezclada con un civilizado aroma de limpio frescor de lavanda inglesa de Atkinsons. Poco después se oía el chasquido del cierre de su encendedor en laca y oro. Y a los anteriores se unía el dulce olor de un cigarrillo Chesterfield. Hay sonidos que ya no existen. El cierre de la puerta de un Mercedes Benz antiguo y el apagado de un Dupont de entonces. Tampoco existen, aunque puedan remedarse, aquellos olores de un hogar en la Caleta en los sesenta. Era tarde de toros. Mi madre aborrecía la fiesta. Mi padre sacaba cada año dos abonos en el palco de la Gran Peña y los tres hermanos varones nos repartíamos las corridas. En orden de prelación del mayor al menor. Así eran las cosas en aquella época y a ello le debo, siendo el mayor, haber contemplado tantas tardes de gloria sobre la arena color moscatel de la Malagueta. Hay arenas color albero. O grises. O casi negras. La de nuestra plaza, sobre todo recién regada, es como el color de la uva de Manilva o la Axarquía, casi pegajosa, como cuando el zumo dorado resbala por la carnosa boca de un fauno, como en las bacanales del barroco italiano, como en los nuevos vinos dorados, que de forma inteligente y esforzada, enhebran con el pasado personas, a las que solo falta algo de dulzura y les sobra aspereza para parecerse a sus vinos. Mi padre preguntaba, «nos vamos?», y el de turno contestaba «sí, papá».

Mi padre entonces solía ir a los toros con traje de alpaca beige, camisa de seda cruda con gemelos y corbata también de seda pálida. Nosotros, el que le tocara aquel día, con los primeros polos que habían llegado a Málaga y cinturones elásticos bicolor, que cerraban con una serpiente plateada, que traían las estraperlistas de Gibraltar. Peinados con agua y colonia. Dios, en su infinita misericordia, aún no había perdido las riendas del mundo, la gente no vestía trapos y los tatuajes solo existían en los brazos de los marineros, o de los viejos legionarios de entonces, que no marcaban paquete, pero lucían unas barbas pobladas, que nada tenían que ver con un hípster, un islamista, o un plastificado hércules de gimnasio. No existían tatuajes maoríes, ni argollas nasales. A lo más que se llegaba era a un ancla, o a un «amor de madre», que normalmente son también otras anclas.

Íbamos andando a la plaza desde la casa. Mi padre no sudaba y decía que el sudor era pura sugestión. Que no se debía hablar del calor, porque eso aumentaba el agobio. Nunca le vi sudar. Claro que también decía que Málaga, a la que amaba profundamente, era una ciudad fenicia y pragmática en la que solamente se comían sopas de almejas. Y que lo que dignificaba al hombre era la tierra, no el mar. Eso era en sus momentos de cólera. En aquel tiempo, llamar fenicio a alguien era señal de desprecio, aunque luego la visión de la historia cambió. Quizás por los bellos ojos entornados en azul de las jábegas que observaban el monótono transcurrir de las olas. Después mi padre pasaba horas mirando al horizonte y sabía la época del año en que las bandadas de patos, grullas, flamencos, o garzas cruzarían el mar de norte a sur, o al contrario, según la estación del año.

Llegar a la plaza de toros era sentirse un elegido da alguna manera, porque uno podía pasar impasible, como un brahmán entre parias, mientras los de la reventa asaltaban a cualquiera que vieran con cara de despiste, los vendedores de agua, los de las almohadillas, todos los que de alguna manera sentían con toda razón que ellos eran el alma de aquel espectáculo cuasi romano, pero también todos ellos deberían sentir algo parecido a una silente frustración. Y romano quiere decir, o yo intento decir con ello, que el orden pétreo, marmóreo o férreo de una columnata barroca alrededor de una arena, que espera al gladiador y la fiera, tiene un significado muy serio, y muy sólido intelectualmente.

En aquel palco, situado frente al de los médicos de la plaza al que de forma puntual entraba pulcramente elegante el doctor Horacio Oliva, asistían cada tarde dos grandes aficionados de los que mucho aprendí, oyendo sus comentarios a gritos, gracias a la sordera de uno de ellos: el escultor Sebastián Miranda y el crítico de ABC Antonio Díaz-Cañabate, inventor del término «el rincón de Ordóñez» cuando se refería al punto exacto donde el maestro provocaba la muerte infalible del toro. Como pequeña venganza, existía un lugar en el restaurante Antonio Martín – menos mal que parece que se salva del derribo – al que después de la corrida asistían los seguidores del rondeño y al que bautizaron con ese nombre, «El rincón de Ordóñez». En una atmósfera cargada del humo de los cigarrillos, entre cabezas de toro, carteles taurinos, copas de manzanilla, o vasos de whisky y olor a pata negra, aceitunas y gambas, discutían y recordaban a gritos las glorias de las verónicas de alhelí del ídolo. Tardes de toro en La Malagueta, en la que no se concebía el toreo sin el acompañamiento de la música, porque la concepción del toreo para los malagueños siempre requiere la música, que pedían a gritos en cuanto sonaban los primeros oles. Tardes en las que Ordóñez hinchaba el pecho, adelantaba la pierna y citaba de frente por naturales con la majestad rondeña, que solo él componía. O cuando el niño sabio de Camas, Paco Camino, se colocaba la montera hasta las cejas, citaba de frente con el capote, el mentón hundido en el pecho y al encuentro con el toro, giraba su cuerpo delgado, envolviéndose literalmente en la tela arrastrada a sus pies sobre la arena, construyendo el instante de la belleza efímera de la gracia del toreo sevillano por chicuelinas. Y uno, a pesar de su niñez, sentía que aquello merecía la pena ser vivido y que una extraña emoción provocaba el fulgor en todos los ojos. Y en las barreras, desde Hemingway a Orson Welles, desde Lola Flores a Soraya, la repudiada emperatriz de Persia, grandes actores y actrices, duques ingleses, banqueros españoles y hasta Porrina de Badajoz con chaqueta verde loro. Y la plaza era un clamor y en la presidencia chicas vestidas de mantilla, que llegaban a la plaza en enganches de cuatro caballos, adornados con morilleras y resonando cascabeles, colgaban la seda bordada a mano de los mantones de sus abuelas, que empezaron a llegar a España en el galeón de Manila, junto a biombos de laca y abanicos de nácar. Y en Gibralfaro el tendido de los pobres, que era una categoría social, gritaba los oles imaginados, más que vistos, con el mismo fervor que los de abajo, en una curiosa inversión de arriba y abajo. Después la gente iba por «el desfile del amor» simulando pases, hacían una primera parada en el bar Flor y después, los que podían, se iban de copas al bar del Hotel Miramar, que en aquel tiempo era un palacio de cuento de sedas, cortinajes, espejos y lámparas de araña con el sonido de fondo de un pianista de hotel, que era perfectamente respetable en su esmoquin de chaqueta cruzada.

Después vinieron otras tardes en otras ferias de otras ciudades. Sevilla, San Isidro, Granada, Ronda, Córdoba, pero ya no era lo mismo. Y uno vio grandes cosas. A José Tomás provocando lágrimas en Ronda en una goyesca en la que Cayetana no aplaudió ni una vez, porque su adorado yerno tuvo una tarde chunga. Y a José Tomás dejando que sonaran los tres avisos en Madrid, porque se negó a matar al toro en uno de esas reacciones incomprensibles de su carácter. A Curro, torero en la plaza, en la calle y a solas, saliendo por la puerta del Príncipe en Sevilla y por la puerta Grande en Madrid. Y también a almohadillazos en lugares varios.

Hace años que no voy a los toros. La última vez fue en Ronda en septiembre de 2006. Las plazas son innecesariamente incómodas, el ambiente es crispado y politizado, todo se ha vuelto desagradablemente feo. No sé si volveré. Morante de la Puebla merece que uno pase todas las incomodidades que hagan falta. E incluso la sangre nueva y vigorosa llegada del Perú como un huracán que agita las aguas muertas. Seguramente volveré.

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