Opinión | Mis días marinos

Roma como referente

Roma como referente.

Roma como referente. / L. O.

Hay días en los que leer las noticias en determinados medios, o escuchar como música de fondo de silenciosas comidas familiares la interminable sucesión de putrefactas corrupciones, mordidas insaciables, prevaricaciones múltiples y cariñosos apelativos con la confianza que provoca el compartir variados polvos, fluido tráfico de influencias y maletas en aviones sin hoja de ruta, mentiras de andares chulescos, bombardeos criminales sobre hospitales utilizados como polvorines por terroristas protegidos por la izquierda europea, sentenciados genocidios en tribunales televisivos compuestos por ignaros jurados populares, sangrientas imágenes de niños aterrorizados o directamente extraídos vivos de los vientres latentes y despanzurrados de sus gestantes madres, gauchescas tonterías dogmáticas que fascinan a los que nunca han pisado una iglesia, sátrapas zaristas de rostros de porcelana y ojos de hielo amados por parte de la derecha occidental, todo esto, que es solo una parte del pan nuestro de cada día, provocan en un ser humano de inteligencia media y mente no excesivamente disparatada unas infinitas ganas de vomitar y huir. Pero tras un paréntesis abobado mirando a la pantalla en silencio, la cuchara vuelve de las lentejas a la boca con el mismo aburrimiento y semejante indiferencia a la que sintió Oppenheimer la primera vez en Los Álamos. Y uno pela la mandarina dejando en los dedos un nauseabundo olor a cítricos mezclado con el grasiento pollo asado y una mancha de aceite en el pantalón, que te acompañará varios días, hasta que algún alma caritativa te diga «llevas ahí una mancha», sin reparar que las manchas y la grasa cubren toda la Tierra. Este es el mundo en el que sobrevivimos, aunque proclamemos a coro que es la mejor época de la historia, la de la posverdad incomprensible, porque detrás de la verdad no puede existir nada. Salvo el relativismo, las medias verdades, la mentira institucionalizada y la indiferencia. No sé si todo esto tiene algo que ver con Antonio Gramsci. Pero es posible que sea el momento de volver la mirada a nuestro origen, Roma.

Don Manuel de la Higuera Rojas era catedrático de Derecho Romano en primero de carrera y tan puntual que los zangolotinos espinillosos y somnolientos que vagábamos por entre las columnas del patio de la facultad en cuyo centro se yergue aún sabio y solemne la figura del Padre Suárez, teníamos la agudeza de llamarle «el abominable hombre de la nueve», o, en el colmo del ingenio «el brevas» por aquello de su apellido. Don Manuel era lo que entonces se llamaba un señor. Hoy en día es una figura innominada por pura inexistencia. Cruzaba impertérrito los grupos de analfabetos funcionales del alumnado, ataviados con algo parecido a chaquetas y corbatas obligatorias, sin dignarse mirar a nadie. Traje negro, zapatos negros, camisa blanca de cuello almidonado, corbata negra, abrigo de buena lana inglesa gris oscuro, sombrero igualmente gris, que ocultaba una hermosa cabeza de cabello blanco peinado con fijador hacia atrás y gafas de concha igualmente negras. Y el frío escarchado del invierno granadino. Un patricio romano del siglo XX. Entraba en clase – la llamada borreguera, puesto que los novatos éramos borregos – y todo dios, con perdón, se ponía en pie. Don Manuel iba siempre solo. Empezaba a hablar sin más preámbulos, sentado a la larguísima mesa de su catedra acerca de la historia e instituciones del Derecho Romano, base, según él y según los catedráticos de entonces – desconozco la opinión de los de ahora – de la civilización occidental y de Europa, que para él era el mundo. Las otras dos columnas eran la filosofía griega y la religión judeocristiana. En aquella época las cosas estaban claras, las columnas sostenían el templo-basílica, que cobijaba a los patricios y a los ciudadanos, que vivían según los cánones creados de común acuerdo por el Senado y el Pueblo Romano. Ser ciudadano romano era lo más grande que se podía ser en aquel tiempo y concedía hasta la posibilidad de elegir el derecho y la forma de ser ejecutado, como hizo Pablo de Tarso. Vayan a la Catedral de Málaga a contemplar su ejecución en una obra maestra de Simonet, digna de ocupar un lugar en el Prado junto al resto de pintura historicista del XIX, casi toda ella malagueña, una urbs que se regía por la Lex Flavia Malacitana, incisa en bronce para conocimiento de todos. Lo cual quiere decir que la mayoría del pueblo romano sabía leer y ello exigía la existencia de enseñanza privada, pero también publica hace veintiún siglos. Este era el hilo de Ariadna del que Don Manuel tiraba sutilmente para desbravarnos y convertirnos en personas. Civis romanus sum. Los de fuera eran considerados bárbaros del norte, o idiotas, que no era un insulto, sino el término creado por los griegos para denominar a los desinteresados en la res pública. El calor de la calefacción en contraste con el frío acumulado en nuestros huesos viniendo por la calle San Jerónimo, flanqueada por los colegios mayores creados como la facultad por el Emperador Carlos, cuya figura se yergue majestuosa en el centro de la plaza, o por el helador adoquinado de Marqués de Falces, provocaba un irritante coro de toses. Don Manuel, que exponía sentado y que en aquel momento se encontraba inclinado hacia un extremo del tablero hablando de la Constitución de Augusto, se quedaba paralizado y en silencio hasta el cese de las flemas. En ese momento y en la misma posición comentaba con infinito desprecio «ruego a los enfermos que mañana permanezcan en sus lóbregas casas hasta su restablecimiento completo». Entonces retomaba lentamente su posición central y continuaba su enamorada exaltación del mundo romano de ciudadanos libres e iguales, excepto los esclavos, de los que siempre se ocupaba para alabar la amplitud de la manumisión y la posibilidad de convertirse en libertos. Mucho aprendimos de Don Manuel, cuyas enseñanzas calaron profundamente en nuestras mentes en barbecho, al igual que el extraordinario claustro de profesores que la suerte puso en nuestro camino.

Roma fue la primera civilización en comprender que para acrecentar la propia grandeza era imprescindible que prostitutas y soldados supieran leer y escribir. Para comprobar la veracidad de lo que digo, solo tienen que visitar las gloriosas ruinas de Pompeya, que tanto deben a nuestro Carlos III. Declaraciones de amor, eslóganes políticos, anuncios, insultos, hasta las prestaciones de los prostíbulos están escritas y enumeradas. Vayan a Pompeya y conózcanse a sí mismos. Roma es el canon. Lo demás es imitación.

Hasta el siglo V a.C. los patricios dominaban a la plebe de forma aplastante a través de un control absoluto. Las leyes se transmitían oralmente y por tanto se aplicaban de forma arbitraria. La plebe comprendió que cultivarse podía hacerlos libres. Y los patricios comprendieron que era mejor ceder y transigir para reequilibrar el poder y conseguir la paz social, mediante la mediación y el compromiso. Esto no se hace hoy, porque aún está vigente esa concepción marxista de la lucha de clases, que lleva a la ruina y la tiranía por el atajo más corto. Don Manuel nos enseñó que se creó la comisión de los decemviri, los diez varones, que redactaron de común acuerdo la Ley de las Doce Tablas, que fueron grabadas en piedra y bronce y colocadas en los foros de las ciudades romanas. Esa ley fue el elemento fundacional de la cultura romana y eran aprendidas por los escolares de memoria, esa potencia del alma hoy despreciada y arrumbada por la estupidez agobiante que nos asfixia. El derecho y la jurisprudencia como base del Estado. ¿Les suena?

Los romanos eran pragmáticos y consideraban a la filosofía como «cosa de griegos». Cicerón decía que el derecho romano superaba por autoridad y utilidad todas las bibliotecas de los filósofos. Pero era un pueblo clarividente y sabio. Y grandísimos ingenieros. Solo tienen que cruzar el puente romano de Córdoba o pararse ante el acueducto de Segovia, o entrar en el Panteón en Roma. Estas cosas las ignoraban los pueblos no romanizados y no las conocieron hasta que Europa no las enseñó por el ancho mundo. La vida es evolución y eso es la grandeza del arte occidental, que hoy enamora en Asia, donde han estado miles de años dibujando exactamente igual y con la misma tinta china la misma garza bajo el mismo cerezo en flor. Y quizás por ello nunca han sido libres. Nunca. Lo siento, pero es así. No lo he inventado yo. Por ello, los romanos comprendieron que era necesario desarrollar una cultura que abarcase todos los campos de la vida social para conseguir la libertad, la conciencia cívica – el orgullo de ser ciudadano romano – y la capacidad de gestión política. Esta conciencia de la sociedad republicana, la gran Roma junto con los llamados «cinco emperadores buenos», dos de los cuales habían nacido en Hispania, dio origen, entre otras muchas cosas a la enseñanza escolar, que al principio se puso en manos de preceptores griegos, que trajeron a Roma la filosofía, el teatro, la escultura, el drama, la Cultura. ¿Les suena?

Y se creó el homo novus, como Julio Cesar, que además de un genio militar, fue un grandísimo escritor, que escribió” La Guerra de las Galias”, donde aprendimos latín en los jesuitas y nos mostró que existe la posibilidad del autoelogio y la propaganda sin necesidad del plagio. Les suena? Y su hijo adoptivo Augusto comienza la tradición de mostrar el poder y la gloria a través del arte y la cultura, llamando a su alrededor a Horacio, Virgilio, Ovidio, el mundo de La Eneida, el poema nacional fundacional romano. Ya está creada la grandeza. Ahora Tácito la narra. Pero cultura no es solo pura especulación intelectual en aquella Roma, sino también ingeniería y creación, como decía antes. Y esos conocimientos había que transmitirlos y se inventan los libros en forma de rollos y las bibliotecas. Maravillosa terminología griega que usamos cada día sin saberlo. El latín y el griego son lenguas muertas, nos dicen. Y eran tan «fascistas» los romanos que inventaron aquello de «pro patria mori dulce et decorum est». Eterna Roma.

Hoy el panorama es deprimente, se invierte poco en cultura y los ministerios, consejerías y concejalías de este menester son considerados casi tonterías de macramé, la última en la redacción de los presupuestos institucionales. Entretenimientos de gente ociosa. Así hemos llegado al analfabetismo funcional, en el que todo el mundo sabe leer, pero casi nadie es capaz de entender lo que lee y mucho menos de contarlo después. Ni siquiera el ministro de Cultura. No sé si me explico.