DE BUENA TINTA

El exorcista

La Iglesia sigue manteniendo el sacramental del exorcismo como un ministerio que debe ser llevado y gestionado con extrema prudencia

Pedro J. Marín Galiano

Pedro J. Marín Galiano

Mucho ha llovido desde que Blatty publicara su novela El exorcista, allá por 1972, y Friedkin la convirtiera, poco después, en uno de los mayores éxitos cinematográficos de la historia. Y es que, precisamente desde entonces, el celuloide no ha dejado de ofrecernos multitud de tramas que circundan la posesión y que, con mayor o menor tino, han aspirado, sin conseguirlo, a repetir aquel éxito de los setenta.

En este marco reiterativo, pareciera que octubre nos pretende convencer una vez más con una nueva variante de la trama original en la que la madre de Regan vuelve a adentrarse en el resbaladizo mundo de las posesiones demoniacas.

Del hilo argumental, hoy por hoy, poco sabemos más allá del avance publicitado, pero bien es cierto que, hablando por no callar, ya le podemos sacar algo de punta.

A bote pronto, bien diera la sensación de que esta nueva historia adolece de lo que ya vienen adoleciendo multitud de intentos cinematográficos que pretenden adentrarse en el ritual de conjura al demonio: anteponer la originalidad argumental frente al rigor de la trama. A fin de cuentas, la película de Friedkin, por encima de todo artificio necesario o innecesario, supo mostrar cierto rigor en relación a las premisas y requisitos del ritual del exorcismo en el ámbito católico.

Y si pudiera parecer, con los datos que tenemos, que, en este caso, es la madre de Regan la que lleva las riendas del ritual, bien cupiera decir que, en puridad, y sin pretender abrir el debate del papel que la mujer debe o no debe asumir en la Iglesia, el actual Código de Derecho Canónico limita la legítima realización de los exorcismos a aquellos sacerdotes piadosos, doctos, prudentes y con integridad de vida, que cuenten, además, con licencia peculiar y expresa del obispo correspondiente: una realidad que, sin embargo, sí que supo reflejar la película originaria.

Así, puede ser el momento de apuntar que esta acotación ministerial no siempre ha estado limitada a los sacerdotes, sino que han sido también los diáconos los que históricamente han sostenido y debieran seguir sosteniendo, en prudente colaboración con los sacerdotes y los obispos, la práctica de este ministerio, tal y como testimonia la tradición y sostienen no pocas líneas teológicas. A fin de cuentas, el diaconado se conforma como el primer grado del sacramento del Orden, mientras que el exorcistado llegó a estar considerado incluso como orden menor hasta el motu proprio Ministeria Quedam, de Pablo VI, publicado curiosamente el mismo año en que lo fue la novela de Blatty. Tampoco olvidemos que, a mayor abundamiento, el exorcismo no es un sacramento, sino un sacramental, y por ende su administración se confiere también al primer grado del Orden, el diaconado, tal y como lo refiere el Concilio Vaticano II en la Lumen Gentium.

Con todo, en definitiva, más allá de la obediencia piadosa a la coyuntural restricción del canon 1172, las razones por las que los diáconos podrían hacer exorcismos no se basarían en una conveniencia eclesial delegada, sino en la misma naturaleza de un único sacramento del Orden cuyo poder apostólico se otorga en tres grados y que los configura no sólo como administradores tradicionales de los sacramentales, sino, además, como integrantes de la jerarquía de la Iglesia y, por tanto, de la Caput Mystici Corporis Ecclesiae.

En cualquier caso, hoy por hoy, la coyuntura del referido canon limita el papel del diácono en el ritual del exorcismo a la asistencia y dirección de las llamadas oraciones de liberación.

Quizá no sea el momento de adentrarnos en el ritual del exorcismo, mucho más amplio, amable y rico de lo que hayan mostrado hasta hoy la cinematografía y la literatura, pero, más allá del rigor ritual, lo que sí que es cierto es que la realidad de la posesión demoniaca persiste no sólo en la ficción, sino también en la vida misma, y que la Iglesia sigue manteniendo el sacramental del exorcismo como un ministerio que debe ser llevado y gestionado con extrema prudencia, evitando a toda costa el sensacionalismo publicitario que suele colindar con todo cuanto tenga o pueda tener relación con el mundo de lo diabólico, pues, en última instancia, el exorcismo se alza como un instrumento más al servicio de la obra de la salvación humana.