El contrapunto

En los túneles de los tiempos oscuros

Imagen de archivo de un coche cama de un tren.

Imagen de archivo de un coche cama de un tren. / L. O.

Rafael de la Fuente

Rafael de la Fuente

Les confieso que busco antídotos que sirvan para alejar los horrores de estos tiempos tan extraños y obscenos como vergonzosos. En los que intentamos sobrevivir. Con ciertas dosis mínimas, que siempre serán modestas, de inteligencia y dignidad. No sé si lo podremos conseguir. Por supuesto, nos encomendaremos antes a la Santa Providencia.

Me acordé en esta mañana, demasiado calurosa y soleada, de un libro muy especial: mi querida y muy releída antigua edición del ‘Habla, Memoria’ de Vladimir Nabokov. Aquel libro deslumbrante, publicado por Penguin Books en 1969. Año ya muy lejano, en el que todos éramos jóvenes. Como suele ocurrir en esa curtida editorial británica, la portada de esa pequeña obra maestra llevaba una foto imperfecta. De la que fuera la residencia de verano de la familia Nabokov en Rozhestveno. Una bellísima casa que se levantaba, en otros tiempos, en un lugar paradisíaco, a 50 millas mal contadas al sur de San Petersburgo. Como no podía haber sido de otra forma y como era de esperar, en la revolución rusa, la vivienda fue requisada por las autoridades soviéticas. Años después, cuando el libro se publicó, la antigua mansión albergaba una escuela. Y ya Vladimir Nabokov, el admirable ‘émigré’ perenne, vivía con su esposa, Véra, en su refugio dorado del Montreux Palace, en la sagrada y portentosa Suiza.

Más que con aquel añorado y espléndido hotel de los toldos amarillos, la joya de Montreux, que se reflejaba en las aguas del lago Leman, suelo asociar al escritor y maestro con la imagen de los famosos wagons-lits, los coches-cama de antaño. No sólo por representar éstos una forma de viajar eminentemente civilizada y muy inteligente; la que el maestro Nabokov practicó por la Europa central, como medio de transporte muy apreciado por ‘la belle bourgeoisie’ de los comienzos del siglo pasado. En el séptimo capítulo ‘de ‘Habla, Memoria’ ha quedado depositado para la eternidad el relato perfecto de lo que debe ser un viaje mágico en tren. Mejor dicho, en coche-cama. Como en el legendario Nord-Express que enlazaba San Petersburgo con París. Fue en el año 1909. La familia Nabokov viajaba al completo. Les acompañaban, además de una diligente enfermera, el tutor, Osip. Que oficiaba como mayordomo (y que fue fusilado años después por los bolcheviques) y la institutriz Miss Lavington. Al día siguiente de su llegada a París, tomarían el Sud-Express. Aquel otro tren milagroso que unía la capital de Francia con Madrid. Pero la familia Nabokov se apearía en la estación de La Négresse, en Biarritz, a solo unos pocos kilómetros de la frontera española. España. Un país, casi desconocido entonces para la mayoría de los europeos de aquella época.

Se quejaba el maestro Nabokov de que fuese cosa de nuevos ricos el que después de la Primera Guerra Mundial se pintaran los wagons-lits europeos de azul en vez del marrón oscuro tradicional de sus orígenes. Tenía, como siempre, razón. Los coches-cama eran al principio un mundo hermético de terciopelos, bronces y maderas nobles. Barnizadas hasta la perfección. La opción posterior del color azul fue estéticamente desafortunada.

Conservo entre mis papeles personales un pequeño tesoro: mi certificado de haber trabajado como agente de viajes desde junio de 1958 a mayo de 1959 en las oficinas de Málaga de la Compañía Internacional de Coches-Camas y de los Grandes Expresos Europeos. Por supuesto, la calle Strachan de mi ciudad natal no era la avenida Nevski de la imperial San Petersburgo, donde estaba ubicada aquella agencia de viajes con la maqueta del coche-cama que tanto fascinaba al pequeño Vladimir Nabokov. No importa. Pues trabajar allí, en mi ciudad natal, Málaga, muy cerca de una bellísima catedral española neoclásica y en la sucursal de una prodigiosa agencia de viajes internacional, Wagons-Lits//Cook, emparentada con el Orient Express, siempre fue mucho más que un inmenso privilegio.

Ellos fueron unos de los legendarios inventores de los primeros viajes organizados de la época. Y los usuarios de un invento doblemente mágico: el coche-cama, la estrella de los augustos ferrocarriles de la Europa de la Belle Époque. Los que ya eran parte definitoria de nuestra historia. Sobre todo a partir de su unión con la primera agencia de viajes internacional del mundo del turismo, la que llevaba ya en la segunda mitad del siglo XIX el nombre del ilustre Thomas Cook, aquel virtuoso predicador británico de Leicester. Gracias al director de aquella institución malagueña: el inolvidable maestro, don Juan José Alcayaga Illán, el jefe en Málaga de aquella la legendaria agencia de viajes. Sigo pensando que aquel fue un momento en el que una buena estrella se cruzó en mi camino. Lo vi bien claro cuando leí aquellas palabras en el libro de Nabokov (en la página 114), como una invocación lanzada desde el púlpito de una catedral: la Compagnie Internationale des Wagons-Lits et des Grands Express Européens. Nos lo aseguraba el maestro, Vladimir Nabokov, en unas palabras mágicas, cargadas para siempre de nuevos horizontes.

Por todo ello, me atrevo a invocar a todos aquellos maestros de antes y de ahora. Para que ellos nos iluminen de nuevo, con pulso firme, en estos tiempos que nos amenazan, sombríos y sin piedad.