Opinión | El paseante

La difícil resiliencia

Cayetano Ripoll fue el último ajusticiado en España por los herederos de la ya abolida Inquisición. Era un maestro valenciano, pero no lo ahorcaron por esas dos inocuas características. Fue algo mucho más grave. Comió carne varios viernes seguidos y, además, habitante del popular barrio de Ruzafa (que tampoco fue por esto), no salió a ver las procesiones que pasaban ante su puerta. Desde la calle lo oyeron pedir mostaza para adobar un costillar, mientras Cristo agonizaba frente a su ventana. Un librepensador de esos que atraen maldiciones celestiales para los naranjos y las huertas. Esas carreras criminales culminan echando guisantes a la paella, y justificando heterodoxias aún peores que socavarían los cimientos de la familia y el orden social. Fíjense cómo he rejuvenecido aquí una frase tan manida. Pues eso, que lo ahorcaron cuando mi tatarabuelo estaba en este mundo, aunque no tengo ni idea de dónde. Hace muy poco tiempo se cometieran estas atrocidades-en-el-nombre-de y con bendición eclesiástica. Confieso que me he puesto cerdísimo a base de jamón durante los viernes de estos últimos meses y, además, no he pisado las calles de Málaga durante esta semana, para mí, de secuestro consuetudinario, esto es, por el derecho de la costumbre a que el paso de las hermandades me encierre en casa. Pero tengo claro que el friki soy yo. Me horrorizan las multitudes de desconocidos. Dice mi psiquiatra que estoy a punto de superar este trauma con un par de décadas más de tratamiento. Yo por mi parte, intento conocer a cuanto ser humano se cruza en mi camino, lo que provoca que tenga que estar todo el día de bar en bar, excepto estas efemérides como la Semana Santa o la feria (esa conjunción «o» no es de igualdad, nunca escribiría yo eso), que es cuando Málaga se llena de foráneos. Comprendo a aquel librepensador valenciano; quizás también padecía este síndrome aún sin nombre y las autoridades eclesiásticas apiolaron a un pobre enfermo al que hubieran sanado con unos chupitos de absenta y otros de cazalla con buen ánimo y en compañía de distancias cortas.

Y no es que me haya dado por investigar esos asuntos inquisitoriales. Doctores tiene la iglesia. Y fíjense, qué bien incrustada otra frase tópica. No. Reflexionaba yo, sobre el sentido de esas imágenes de cofrades malagueños tristes ante la imposibilidad de procesionar las calles durante estos pasados días borrascosos, y que sigan así un mes más, por dios. En mitad de una sequía tan terrible como esta, sería un sindiós implorar que los vientos dispersaran las nubes. Estas aguas eran necesarias pero, como en aquella película, podemos lamentar que de todas las semanas del año, tenía que ser en esta cuando aparecieran; al igual que de todos los bares del mundo, ella tuvo que entrar en aquel. El caso es que, si estos mismos fenómenos se hubieran producido cuando el tatarabuelo de mi tatarabuelo, la explicación a esta situación climática tan dañina para la doctrina católica, para los campos secos y para la hostelería a un mismo tiempo, se habría solucionado mediante la captura de tres brujas, un par de judaizantes y otro par de moriscos, fáciles de detectar porque nunca piden tapas de callos con la cerveza; respecto a las brujas, ya sabemos, desde los Monty Python, que pesan más que un pato. Auto de fe, y toda esta maldición arreglada por el fuego purificador. La resiliencia, ese nombre para la capacidad de superar el daño, ha surgido como una necesidad en nuestra época. El humano necesita unas buenas dosis de porqués y de culpables, para poder superar esas tragedias, como la del derrumbe del Puente en Baltimore, o esos circunstanciales, como la contrariedad de que haya llovido durante la Semana Santa en Málaga. Es difícil activar la capacidad de resiliencia frente a un vacío sin sujetos que invoquen desgracias y sin un porqué justificante que, quizás, vuelva a abrirse como paraguas de interrogación sobre la Semana Santa del año que viene. Esto siempre ha sido así.