Opinión | Mis días marinos

El mañana de ayer

Imagen de la cofradía de Estudiantes, una de las dos únicas que procesionó este Lunes Santo de 2024.

Imagen de la cofradía de Estudiantes, una de las dos únicas que procesionó este Lunes Santo de 2024. / Eduardo Nieto

Viernes Santo a mediodía. Después de hacer la compra en el súper del Corte Inglés ante el panorama desolador de la nevera, tan vacía como las sillas y tribunas del nuevo recorrido oficial a la hora en que desfilan las cofradías de media tarde, almuerzo una hamburguesa llamada «picaperopoco», cuyos ingredientes aparecen en la carta con la minuciosidad y el tamaño de letra de las notas a pie de página. Fascinante panorama de público heterogéneo y domesticado, que utiliza con soltura una bandeja plagada de botes de todo tipo de salsas chorreantes y padres de cabeza rapada, que llaman a sus hijos «cariño». Ante un previsible y cada vez más frecuentes ataques de melancolía, durante el cual me parece ser el niño que fui hace décadas enlazadas en cadena, recuerdo el potaje de cuaresma, a pesar de las bulas, los santos cubiertos de morado en las iglesias, la prohibición de cantar y la emisión de música clásica en las emisoras de radio – puede que ello contribuyera al desapego generalizado hacia la gran música y su consideración de plasta, que siente la mayoría del pueblo español en su profunda ignorancia musical, que caló profundamente con el fenómeno social de los tres tenores – los Oficios del Jueves Santo, la interminable adoración de la cruz el viernes, la visita a los monumentos, siempre con un mismo recorrido, que terminaba en la Catedral…

Pero la melancolía pude convertirse en alegre añoranza del mundo de ayer, cuyo mañana es hoy. Y la evocación de llevar el trono de Estudiantes con el Gaudeamus machacando la cabeza varias horas en el cruce con los Gitanos en la esquina de Sancha de Lara con Larios, justo donde ahora una tribuna interrumpe la normalidad y crea una profunda confusión visual, que cualquier artista denuncia, trae el recuerdo de ser jóvenes y fuertes en la forma de entender la Semana Santa a través de risas y jolgorio, que se transformaba en la solemnidad de llevar el majestuoso Sepulcro, posiblemente el mejor catafalco de España, a los sones también inagotables de la Marcha Fúnebre de Chopin. Todavía no habíamos descubierto a Faure, ni a Brahms, ni casi a Mozart, del que solo conocíamos el Septimino,, que era la sintonía de aquel inteligente ‘Érase una vez el hombre’.

Aquellas Semanas Santas tenían algo de ingenuidad, un aderezo de revancha, muchos militares, algunos tronos espantosos y arreglos florales manifiestamente mejorables, como la ley de fincas. Pero poseía elementos inconfundibles, genuinamente locales, la eterna banda de Bomberos, el Mutilado, que nadie cuestionaba porque estaba bien visible la prueba de que aquello había sido propio de bárbaros, que portaban soldados de infantería a los sones de «Ardor guerrero vibra en nuestras voces…», que cantaba toda calle Larios sin miedo, sin escrúpulos y que fueron los pioneros de las levantadas a pulso, el Cautivo, de orígenes igualmente definibles, en su impresionante soledad, que ya se había convertido en una estrella de masas, antes de que empezaran con el cuento del ventilador, la Soledad del Sepulcro, a la que abandonaron sus portadores varias veces en la calle, la solemnidad de los caballos de la Guardia Civil parados mientras piafaban al comienzo de calle Larios hasta tener expedita toda la carrera hasta la tribuna, que estaba donde tenía que estar y la grandeza austera de la planta basilical del Cristo de la Expiración subiendo por una calle, que está trazada para subir, no para bajar, como ocurría cuando todavía no era peatonal y el tráfico de aires sesenteros discurría en dirección norte, como es lógico. Porque la calle se trazó para internarse en el centro de la ciudad por una gran vía, no para salir.

Y el Nazareno del Paso, antes de que lo vistieran de un impropio Gran Poder, porque su túnica barroca en oros y la plata de su cruz de caoba están ya perfectamente integrados con el naturalismo de su expresión bellísima, acompañado por una resonante banda de cornetas y tambores, que daba la bendición mirando al sur, hacia la calle principal y emblemática de la ciudad, no hacia una calle lateral y perpendicular. Recuerdo que el gran Don Fernando Sebastián decía que los canónigos españoles habían sido tan soberbios cuando construyeron los grandes coros contrarreformistas de las catedrales, que los colocaron en el centro de la nave central. Pues algo similar…

Pero había pocas cosas comparables a la subida por calle Larios de la Esperanza. Esa capilla que echa a andar, esa nave de proporciones exactas en su enormidad, cuya campana tenía un sonido especialmente agudo y metálico, hacía crujir las barras del palio con la potencia de lo irrompible, de lo eterno, de lo consagrado, de lo que se cimbrea, pero no se cae a pesar de su inmensidad y los miles de pétalos de flores que caían de ventanas y balcones, mientras el olor a romero e incienso ponía en función los cinco sentidos y lágrimas en los ojos de un director de escena del teatro de La Scala de Milán, que se declaraba incapaz de crear un espectáculo semejante en aquella escenografía irrepetible. Incluso las palomas de su Virgen volaban libremente, sin censura de corrección sostenible, que olvida que las que están enfermas son las de la ciudad, que además dañan seriamente columnas y capiteles de la inacabada Catedral del sueño americano. Y el Novio de la Muerte lleva décadas erizando la piel de miles de personas, sean creyentes, o no, porque lo que emociona son las voces, el sonido de trompetas y tambores y las palabras de una canción, que empezó siendo un cuplé, cosa que encaja perfectamente con la personalidad de la tropa y su mundo, a cuyos sones la imagen de un hombre con la cabeza caída y los ojos entreabiertos de los muertos marcha de forma acompasada hacia algún lugar ignorado e invisible.

Sé el terreno en el que entro al recordar muchas de estas cosas y al posicionarme claramente, como siempre hago. Pienso que lo realmente importante es ser persona, como nos enseñaban los jesuitas en el colegio del Palo. Y personas libres, que se manifiestan libremente ante una cuestión que consideran importante. Y esta, en mi opinión lo es. Anoche calle Larios, abarrotada de gentío que aclamaba a las cofradías que se habían atrevido a desafiar los pronósticos, presentaba un aspecto que recordaba los viejos tiempos de hace pocos años. Pero la confusión, el desagrado, el no saber en algún momento qué cofradía está pasando por alguna de las calles de un recorrido paralelo en el que se confunden hasta los sonidos de las bandas por pura proximidad, el doble paso en ocasiones por el mismo lugar, la desaparición de los cruces, la pérdida de identidad en cuestiones esenciales…no hay que copiar a nada, ni a nadie, eso es señal de falta de convicción en lo propio, hay que mejorar lo nuestro hasta llevarlo a la perfección, a la excelencia, hay que fomentar el silencio en algunos momentos y los vítores en otras, hay que enseñar a la gente joven que participar, «salir» en una procesión es algo muy serio, que puede manifestarse de diversas formas según las características del cortejo de que se trate, pero siempre con unos criterios y estándares uniformes. Hay mucha buena intención en todas las innovaciones que se están acometiendo, pero no todas son acertadas. Algunas son claramente un sinsentido. Y si se unen la laicidad social imperante en toda Europa, el desconocimiento religioso de la mayoría y la posibilidad de verlo desde casa en televisión con el desagrado y la confusión mayoritarios que el nuevo recorrido ha causado, junto a dos años seguidos de catástrofe climática, el panorama pinta bastante regular. Hay que acercar posiciones, modificar todo lo que sea posible, pero este cambio radical, sean cuales sean los motivos y causas que puedan intentar justificarlo, me parece una grave equivocación, que puede llevar a poner la Semana Santa en el mismo peligro de desaparición de los años ochenta. Y nada puede justificar eso, porque todo tiene solución si se intenta y se quiere.