Opinión | Notas sobre cine

'Civil War': los que juegan a ser dioses

Kristen Dunst, en una escena de 'Civil War', que ha llegado a las salas de cine.

Kristen Dunst, en una escena de 'Civil War', que ha llegado a las salas de cine. / L. O.

Entré en la Facultad de Periodismo siendo consciente que tenemos el poder de cambiar el mundo. Desarrollándome en el periplo de una pandemia -una desescalada constante de crisis existenciales donde llegué a plantearme ebriamente, bajo el paraguas social de mi mascarilla, que no sería tan descabellado volverme cura, un funcionario de la fe que perdí entre clases teóricas, powerpoints que cumplían su 20ª aniversario y profesores que compartían la ilusión de escapar de aquel tácito manicomio- me di cuenta que incluso llegamos a tener el poder para dominarlo. Tras mi graduación, donde confirmé que en 4 años me había vuelto en parte párroco de mi fracaso, llegué a la conclusión que el poder que tenemos es de dejarlo, como habían tornado nuestra profesión, todo echo cenizas.

Es increiblemente meme lo contemporánea que es 'Civil War': una película que desde las trincheras de la ficción, la edificada comodidad de una butaca y un cubo de palomitas como traducción alimenticia de la indiferencia ante un baño de escombros , nos anuncia la eventualidad de una catástrofe. Todas las películas en realidad hacen lo mismo: reconocer en imagen la verosimilitud de lo que no existe. Y por tanto, de que siempre hay algo estadístico en lo fantástico. Pero la mente de occidente se niega a ver la guerra más allá de la pantalla. Para mi o para mi hermano, es una quimera mental ser testigos de un relato sobre una invasión extraterrestre como encontrarnos inmersos en una guerra mundial.

Aunque intentemos siempre voltear el drama en cachondeo, nuestro método de resiliencia de Twitter ante la barbarie vecina, acabamos reconociendo que somos tan espectadores de un conflicto como participantes pasivos. Los verdaderos espectadores son los que mandan.

Llevamos viviendo una guerra civil desde hace tiempo, por lo que no otorgaré a Alex Garland la categoría de «profeta».

Otra cuestión será debatir -ahora que anunció su retiro del cine, como si fuera a esconderse en un bunker con la guerra que avecina y se avecina-

sobre su pretérita consideración de nuevo valuarte de la ciencia ficción, en un estilo siempre alejado de lo espectacular y la irreflexión a prueba de bombas, y más próximo a la contemplación filosófica y la denuncia actual supeditada a su universo futurista.

Aunque su autoría tan aséptica -tampoco al nivel casi repelente de Shame Carruth- se me hace bola en intervalos de siesta, es obligatorio reconocer su talento. A nivel temático -desde Ex Machina, incluso en parte en Annihalation-, Garland ha dibujado personajes en la búsqueda de un poder que termina volviéndose incontrolable. Pensar que nuestra voluntad es más poderosa que la naturaleza. Un arrebato antropocentrista que termina saliendo caro. Porque todos los que juegan a ser dioses acaban fracasando. Matándose ellos o a todos nosotros.

En esa constante partida de juegos de mesa, apostando con los dados la vida de otros, los políticos demuestran que la especie humana, habituada en autoimponerse auras deístas, es tan azarosa como el dígito contenido en un cubo. El libre albedrío de los que se recrean en bombas nucleares como auténticos ludópatas. «Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos», cuando Oppenheimer se atrevió a hacer poesía de la muerte después de crear un arma capaz de dejarnos sin Feria en agosto, como si pensara que su frase fuera a encabezar portadas tras extinguirnos a todos.

Desconozco si Vladimir Putin o Benjamin Netanyahu son aficionados a la literatura, pero estoy seguro que alguna vez habrán jugado al parchís. O a la oca. Bomba a bomba y tiro porque me toca.

En esta partida global, como nuevos intermediarios o representantes, y ya más cerca de ser animadoras del entretiempo o camión del tapicero, los periodistas son complementos del poder -cuando en la carrera me teorizaban que éramos «el cuarto poder»-. Como abanicos que ventilan cuando hace calor. Que mecen el caos, desvían la atención, tergiversando según el bando. Otra guerra civil pero de audiencias donde el ganador lo da Formula TV. La información que damos más que revela es algo que esconde.

Un tal Albus Dumbledore decía que las palabras eran nuestra más inagotable fuente de magia, capaces de infligir daño y de remediarlo. Ya ninguna de las dos.

Ya no somos tan importantes, porque el mundo no se cuenta sino que se graba. A estas alturas, he confirmado que el único poder como graduado en Periodismo es tomarme un vermut en la intemperie del AC Hotel.

El mundo se ha vuelto un programa en directo y nadie tiene un sitio en primera fila, aún si pagas el premium. Todo ha cambiado y nada lo ha hecho: quienes pulsan el botón rojo lo siguen haciendo a puerta cerrada. Ahora me vuelvo a plantear, sobriamente, si estoy a tiempo de hacerme cura. De todos modos, espero que estos dioses me pillen confesados.