La esquina dorada´ se titula el libro que recoge la poesía completa de Paco Cumpián. Editado por la Generación del 27 dentro de una emocionante y necesaria serie que recoge las obras reunidas de tres de los jóvenes poetas airados malagueños nacidos en los cincuenta (los otros dos son el mítico Fernando Merlo y el extrañamente tierno Javier Espinosa, ambos hace tiempo dedicados a dinamitar el más allá), le hace justicia a un poeta que ha sabido permanecer secreto en la sociedad de lo hipervisible y humilde en un gremio de narcisistas. Un poeta decepcionado del mundo pero intransigente con los que usan la decepción como pedestal para autodestacarse de sus contemporáneos. Un poeta de la resistencia crítica que prefiere la fraternidad espontánea que se produce alrededor de una botella de vino a la dialéctica de cuartelillo ideológico, y el desbarajuste del sálvese quien pueda a la camarilla conspiratoria. Paco Cumpián, un superviviente no agónico (un superviviente que no escenifica su agonía para así atraer la atención de los otros, acto que da de comer a muchísimas personas), pertenece a la especie en extinción de los ácratas puros, esos que, por saber que el poder sobre todo se alimenta de la fuerza que se intenta usar contra él, permanece en estado letárgico, desapercibido, ausente, lejano, incluso huido. Por esta actitud suya tan llena de aristas como de huecos (un erizo del cosmos), y tan delicada como insobornable, a Paco Cumpián es difícil entenderle a la primera, pero cuando uno lo consigue ya es para siempre, y tan sencillo como aprender el mecanismo de una ventana o las propiedades de un cristal. Un hombre raro y desfeliz (no infeliz sino a salvo de esa feroz lógica que separa una cosa de su contraria, la felicidad de la infelicidad, la alegría de la tristeza, etc) que nos mejora a los demás, y no a martillazos sino a destellos, con sus reflexiones de pincelada única, con sus aforismos sin pólvora, con sus versos repletos de respiraderos, con sus impresiones antilaberínticas, con su vivir desviviéndose. A medias entre un padre de la Iglesia que sermoneara a los alacranes y a los cactus y un Rimbaud que traficara con armas para dejar de traficar con el sentido, a Paco Cumpián se le ha visto con gabardina y bufanda en medio del desierto y desnudo en un glaciar, una manera la suya conmovedora de ejercer la crítica a la existencia, de anarquismo también frente a las leyes naturales. Un metafísico exiliado de la metafísica que vaga de país en país (el presente, la política, el amor, la escritura, la imprenta, las drogas) sin conseguir ser acogido definitivamente por ninguno. Un filósofo que se hubiera vuelto alérgico a los conceptos, a las inferencias, a las etimologías. Un pensador sin pensamientos, que es como decir: un caminante que no deja huellas (el ideal del Tao), un caminante que deshace el camino al andar (la corrección anticipada que el Maestro Eckhart le hace a don Antonio Machado) o un caminante que acaba confundiéndose con el polvo del camino (como en el poema de Rilke). Paco Cumpián por fin tiene unas obras completas provisionales pero él sigue escondido, camuflado gracias a su perfil anguloso en una esquina cualquiera, la menos dorada, la menos llamativa. Y ahí se quedará, consumiendo un cigarrillo que le consume, como en la exacta foto de la portada del libro (exacta no como un reloj que da la hora sino como un reloj que dialogara sin complejos con lo eterno), hasta que cerremos el libro y le dejemos en paz, a solas con los erizos y los alacranes.