Sobre el fútbol hay mucho que decir, aunque ya se ha dicho casi todo. Y digo casi todo porque la literatura y el fútbol hasta hace muy poco tiempo se repelían como el agua y el aceite. Los libros que, sin ser teóricos, tenían como tema el fútbol se podían contar con los dedos de una mano. Así, a bote pronto, se me ocurren El miedo del portero al penalty de Peter Handke, Once cuentos sobre fútbol de Camilo José Cela, Arqueros, ilusionistas y goleadores de Osvaldo Soriano (que contiene el maravilloso cuento El penalty mas largo del mundo) o Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol de Eduardo Sacheri, que la editorial Alfaguara reeditará próximamente con el título La vida que pensamos, y aunque no lo cita viene a darle la razón a Albert Camus cuando dijo que «en un campo de fútbol se juegan los dramas humanos».

Pero si hay un libro que ha marcado un antes y un después en la literatura sobre el fútbol ése es sin duda Fiebre en las gradas de Nick Horny, en el que el escritor británico, hincha del Arsenal, confiesa: «Me enamoré del fútbol tal como más adelante me iba a enamorar de las mujeres: de repente, sin explicación, sin hacer ejercicio de mis facultades críticas, sin ponerme a pensar en el dolor y en los sobresaltos que la experiencia traería consigo». De Hornby, cuando aún adolescente, se puede decir que nada de lo que le rodeaba en un estadio le era ajeno: «Recuerdo haber contemplado más al público que a los jugadores. [...] Mi padre me indicó que en el campo había tanta gente como la que vivía en mi pueblo, y yo sentí el lógico respeto al asimilar es información».

Esa fiebre que Hornby sintió durante veinte temporadas es la misma que ahora, con la cercanía del Mundial, llega a las librerías de la mano de El regate (Anagrama) del escritor brasileño Sérgio Rodrigues, La pena máxima (Alfaguara) del peruano Santiago Roncagliolo, Niños futbolistas (Blackie Books) del chileno Juan Pablo Meneses, Dios es redondo (Anagrama) del mexicano Juan Villoro o El futbolista asesino (Casa de Cartón) del canario Nicolás Melini, conocido hasta ahora como poeta, que hace su primera incursión en la novela con una historia tremebunda de desamor, desesperación, alineación y alienación, protagonizada por un futbolista, Francisco José M.C., conocido como Falo. Tanto en la creación de su personaje, como en la habilidad para resolver situaciones de una tensión insostenible (y aquí es inevitable invocar el Cela de La familia de Pascual Duarte), Melini se revela como un escritor dotado de una consumado oficio.

En La pena máxima de Roncagliolo, su protagonista, el fiscal Félix Chacaltana, a quien conocimos en Abril rojo, se enfrenta a una nueva serie de crímenes durante el Mundial de Fútbol de 1978. Es ésta una novela tan realista que no sería concebible si no existiera el cine, y sin embargo, cuando se ruede, no será lo mismo. Y se rodará, seguramente, visto el precedente de la saga de Stieg Larsson. La pena máxima es, además de un absorbente thriller, la crónica negra de un país que se esfuerza por salir de la oscuridad de la dictadura militar del general Velasco Alvarado. El propio Chacaltana, «tiempo antes, seducido por las marchas y los pabellones nacionales, había querido ser militar, pero había quedado descartado de la selección porque era corto de vista y sufría de pie plano».

Al contrario que La pena máxima, no es el argumento lo que confiere su particular interés a El regate de Rodrigues: una historia voluntariamente sencilla en la que Murilo Filho, un legendario cronista futbolístico brasileño conocido como el Dickens de Campo Sales, se enfrenta al último partido de su vida, una enfermedad terminal, pero antes tendrá que ajustar cuentas con su hijo Neto, con el que no se habla hace veintiséis años. Muchas cosas separan a padre e hijo (música, moda, política, costumbres), pero «son prácticamente indisolubles los lazos forjados en la infancia en torno a los colores de una camiseta, al culto a ídolos vivos o muertos, al frenesí terrible de apretarse al lado entre miles de seres humanos reducidos a aullidos primarios».

Sucede que, aquí, los hechos (y el fútbol) significan más que «la triste historia de abandono paterno y abnegación materna», y es por eso que Murilo Filho pasa sus últimos días de vida contando historias de los futbolistas del pasado y buscando en el deporte rey una imagen de la nacionalidad brasileña: «Hasta aquel momento [la llegada del fútbol] no era bien a bien un país, más bien una vastedad de tierras divididas entre unos pocos propietarios. [...] ¿Cómo convertir esa suprema indecencia, ese putero a cielo abierto, en un país? ¿Imposible, dices? Eso parecía, eso parecía. Entonces alguien consiguió una pelota, se pusieron once a cada lado, otro pirado agarró un micrófono y ya estaba embelleciendo las jugadas más toscas con unas estridencias ridículas de retóricas. Listo: mitad fútbol, mitad prosopopeya, había nacido Brasil. [...] Aquello que Pasolini llamó fútbol-

poesía en oposición al fútbolprosa de los ingleses». El regate es todo un festín que entra ya, sin distinción de géneros, en el ámbito de lo clásico.