Uno se lamenta a veces por restaurantes con cierta leyenda que siempre soñó conocer y donde jamás llegó a comer. Al Relais de la Belle Aurore, situado en un cul-de-sac cerca de la place du Marché-Saint-Honoré, del viejo París, no llegué a tiempo. Cerró antes de que pudiese curiosear en su impronta jacobina y en su afamada pularda. Su decoración con motivos revolucionarios tenía que ver, según parece, porque justo donde se abrió este salón de comidas había estado mucho antes la posada de una hermosa dama llamada Aurore. El mismo lugar donde algunos cronistas situaron al apuesto Sain-Just, camino de la Asamblea Nacional en las horas que precedieron a su dramático final en la guillotina en uno de los períodos sangrientos del Terror. He vuelto a encontrarme con el Relais de la Belle Aurore, leyendo sobre el plato que Brillat-Savarin creó para su madre Claudine-Aurore Recamier, el famoso oreiller de la Belle Aurore.

La almohada, oreiller, es una de esas recetas fastuosas imposibles que han perdurado en la literatura gastronómica pero que casi nadie se atreve a cocinar por su complejidad y porque no existe acerca de ella demasiado claridad en cuanto a concepto. Digo casi nadie porque sí la vi una vez entre las propuestas de la carta de un curioso y refinado restaurante, también parisino, Les Clos des Gourmets, cerca de la Torre Eiffel. El oreiller de la Belle Aurore, de acuerdo con la fórmula original, consistía en un pastel relleno de faisán, foie gras, conejo, liebre, perdiz, pollo, pato, lomo de cerdo y hasta carne de buey, acompañado de huevos, champiñones, castañas, manteca de cerdo y trufas. El equivalente francés del famoso timballo italiano de El Gatopardo o de su primo inglés, el pastel de Yorkshire, que incluye casi todas las variedades de caza menor de pluma y pelo.

En el Relais de la Belle Aurore no he oído ni leído que ofreciesen la almohada pero sí un pollo a la cazuela que gozó de fama y una pularda de Brest no tan excelsa como la Demidov pero sí tremendamente comestible. La poularde Demidov es una de las piezas más cotizadas de la alta cocina francesa de todos los tiempos. Parte de la dulce domesticidad de la gallina más gastronómica que existe por su carne rica en grasa infiltrada. La Demidov, que lleva un relleno de trufa y se baña con un caldo generoso elaborado hortalizas, la creó el chef Casimir Moisson en honor del príncipe Anatole Demidov, extravagante aristócrata ruso de gustos refinados, pufista redomado y un tanto violento. Poseedor de una inmensa fortuna, Demidov era, por decirlo de la manera más suave que se me ocurre, un sujeto de cuidado, abofeteaba a los criados, gastaba a manos llenas lo que tenía y lo que no, retaba a sus iguales y se dice que en un baile en San Petersburgo, en presencia del Zar, golpeó a su mujer, la princesa Matilde, una Bonaparte, que se había casado con él por dinero y tuvo que pagar con un calvario de matrimonio. Su notoria grosería no estaba reñida con el buen gusto culinario, a él se deben también los famosos blinis con caviar y crema agria.

Pero hablando de los restaurantes imaginarios o añorados por la imaginación de otros, también podría referirme al del molino cerca de Dijon, en Borgoña, del chef parisino anónimo,que recreaba M.F.K. Fisher en uno de los grandes momentos de su libro recopilatorio El arte de comer (Debate). Donde la escritora se detiene para hacer un almuerzo frugal, una truit au bleu, y guiada por el entusiamo de la joven camarera se embarca en una copiosa comida, empezando por los entremeses variados, espalda de cordero al horno a la inglesa, terrina de pato, queso, tarta de manzana y hasta un vaso de marc. Leyendo a M.F.K. Fisher siempre se despierta el apetito. No conozco a nadie, por ejemplo, que escriba con tanta pasió y claridad sobre las ostras, el mejor de los entrantes y si me apuran el más completo de los salientes en cualquier menú gastronómico. En la historia ha habido grandes comedores de ostras. Dos de sus grandes glotones fueron el vizconde de Mirabeau y Voltaire, merecedores de la famosa litografía de Boilly. El primero de ellos devoraba antes de comer más de treinta docenas y el segundo tomaba como aperitivo una gruesa, es decir, 144 piezas, según el cálculo medio de su peso. El apéritif se las traía. En aquellos tiempos no era infrecuente servir diez o doce docenas a cada invitado para ir picando antes del banquete. Una de las viejas recetas enunciaba como principio tomar 300 ostras limpias y echarlas en una fuente con mantequilla derretida. Cuentan que el mariscal Turgot, un caballero instruido, con conocimientos en agricultura, cirugía y anatomía que acabó asqueado de la vida militar, se estimulaba cada mañana comiendo un centenar de ostras antes del desayuno. No hay por qué tomarlo en consideración.

Otro era Balzac. El autor de "La Comedia Humana" era un gourmand en la misma medida que un escritor maratoniano obligado por las deudas que, debido a su tren de vida, contraía y sus amantes no le cubrían. Digamos que Balzac era excesivo en todo, en el placer y en las obligaciones, un hombre dispuesto a vivir y crear con una intensidad que pudiera parecer descompasada con el tiempo que le tocó lidiar. Abría de par en par las puertas de los restaurantes parisinos al grito de ¡cien ostras!, que se comía porque el crédito, en los establecimientos donde no pagaba la cuenta, era para él que el champaña burbujease al mismo tiempo que su reputación de gran cliente. La prosperidad de los restaurantes como el parisino Palais Royal se debía, a su juicio, a los clientes que no pagan. Son ellos, decía, los que verdaderamente conocen la calidad de los platos que allí se sirven. Balzac era consciente de que en las pequeñas casas de comida el crédito no existía, pero sí en los grandes establecimientos que él frecuentaba. "Allí ya han descubierto lo que hace ganar un hombre de consumo que no puede pagar una cena de veinte francos". Lo llamaba el desvío productivo. "Conozco dueños de restaurantes que estarían dispuestos a pagarle algo a usted, para que se quede sentado todo un día en una mesa, llamando a los camareros. Su silueta alienta al pasivo o reducido apetito de los paseantes que lo ven por la vitrina, y se sienten invadidos por un hambre incontrolable". Todo un personaje.

Fisher ha contribuido eficazmente a sostener muy en pie la teoría de que la ostra contiene más fósforo que cualquier otra comida. El fósforo es el alimento más importante para el cerebro si hay que fiarse de las creencias seculares. Cicerón comía ostras para nutrir su elocuencia. Según las especulaciones afrodisíacas, también proporcionan muchas proteínas a otras partes más privadas. Y así, con cierto desorden, nos hemos dado el gran banquete navideño.