Seis meses antes de los Juegos de Amsterdam de 1928, Betty Robinson era una adolescente risueña de Rivendale, un tranquilo pueblo de Illinois, que no sentía el mínimo interés por el deporte y ocupaba el tiempo entre el instituto y los juegos con los amigos. Era ligera y fibrosa, con unas condiciones que hacían intuir cierta predisposición para la actividad física, aunque el deporte no entraba en sus planes.

Ese pensamiento no era exclusivo de la apacible y conservadora Rivendale. Hacía poco tiempo que las mujeres habían comenzado a competir en los Juegos Olímpicos y no fue hasta 1928 en Amsterdam cuando se les abrió las puertas del estadio para las pruebas de atletismo. El Barón de Cubertain, padre del olimpismo moderno, fue un duro opositor a la participación de las mujeres: Para ellas, la gracia, el hogar y los hijos. Reservemos para los hombres la competición deportiva» es una de sus frases más discutidas.

Betty Robinson cogía todos los días el tren para acudir al instituto de Harvey. No era un trayecto demasiado largo. Al salir de clase, Betty se dirigía a la estación y aguardaba pacientemente la llegada del ferrocarril junto a varios compañeros y algún que otro profesor. Hubo un día que se entretuvo en exceso y cuando llegó al andén el convoy ya se había puesto en marcha. La vio su profesor de biología que viajaba en el último vagón y que sonrió cuando se dio cuenta de que la pequeña Betty arrancaba a correr como una posesa en un desesperado intento por alcanzarlo.

Desapareció de su vista, pero la sorpresa fue mayúscula cuando al cabo de unos segundos el profesor la vio aparecer por la puerta trasera del tren dando grandes bocanadas de aire. Se acercó a ella y le dijo que iba a cronometrarla. La joven Betty apareció al día siguiente en la pista. Allí la esperaban su profesor y un alumno mayor aficionado al atletismo y que podía darles una idea de las posibilidades de la muchacha. Decidieron cronometrarla sobre la distancia de cincuenta yardas que Betty corrió tan deprisa como pudo. El estudiante no salía de su asombro. Aquella chica había hecho un tiempo sobresaliente, propio de grandes competidoras americanas. Miró al profesor y le dijo que con el material adecuado y con algo de entrenamiento, Betty podría estar al nivel de las mejores del mundo.

Su profesor y aquel compañero comenzaron a ayudarla para convencer a su entorno de que la chica tenía posibilidades en el atletismo. En casa no encontró demasiada oposición porque su padre había sido un modesto velocista y también sentía interés por ver las posibilidades de su niña.A las pocas semanas Betty Robinson corrió en Chicago su primera carrera de cien metros y su registro, aunque sin ser oficial, rondó el récord femenino de Estados Unidos.

De golpe su nombre saltó al ambiente atlético de todo el país. Lo que comenzó a ser un simple rumor se convirtió en estruendo cuando en su segunda carrera volvió a mejorar su marca y en la tercera se ganó el derecho a representar a EEUU en los JJOO de Amsterdam. En Holanda todos los ojos estaban pendientes del equipo canadiense, liderado por Myrtle Cook, que tenía el récord del mundo de entonces. También andaban por allí las alemanas, con Leni Scmidt al frente. Betty Robinson era un inmenso enigma. Para sus rivales y para ella misma, que desconocía su verdadera capacidad. Para sorpresa de todo el mundo, la norteamericana se comportó con una tranquilidad impropia de alguien de dieciséis años. O tal vez fuese precisamente su adolescencia la que le sirviese de parapeto para afrontar la cita. Fue segunda en la primera eliminatoria y ganó la semifinal para meterse en la final olímpica de cien metros. Todo con aparente sencillez.

La esperada final resultó muy accidentada, llena de salidas en falso que provocaron la descalificación de Myrtle Cook y de Leni Schmidt, las principales favoritas. Betty Robinson corrió de manera perfecta y a los 16 años se proclamaba campeona olímpica con un tiempo de 12,2 que le valía para igualar el récord mundial de ese momento. No contenta con eso sumó una medalla de plata en la prueba del relevo corto.

Betty se convirtió en una absoluta celebridad en EEUU. Lo tenía todo. Sus 16 años, su rostro de facciones delicadas, su permanente buen humor, su sonrisa y su evidente talento. Con su edad y sus condiciones estaba en disposición de extender su dominio durante mucho tiempo. Además, los JJOO de 1932 se disputaban en Los Angeles y Betty Robinson ya había sido anunciada como una de las grandes estrellas.

Pero en verano de 1931,un año antes de la esperada cita, todo se fue al traste. El primo de la atleta tenía un pequeño biplano con el que le gustaba salir de vez en cuando a dar una vuelta en su compañía. Por razones que se desconocen, el aparato se estrelló. Un vecino fue el primero en llegar a la zona y descubrió el cuerpo inmóvil de la atleta. Su primo estaba seriamente dañado, pero al menos podía moverse. Ambos creyeron que estaba muerta. La subieron a un coche y la llevaron a un centro médico donde el primer diagnóstico apenas le concedió esperanza alguna. Sus heridas eran tremendas (una pierna destrozada, un brazo roto y la clavícula rota, dos costillas, lesión en la cadera, un importante golpe en la cabeza€) pero milagrosamente había sobrevivido. Estuvo en coma durante semanas y finalmente despertó, lo que supuso una sorpresa para los médicos.

Sufrió diferentes operaciones que llenaron la extremidad de material para recomponerla, clavos y placas destinadas a estabilizar la pierna. Estuvo en una silla de ruedas, casi tuvo que aprender a andar de nuevo y cuando lo hizo tardó en liberarse de una ligera cojera. Correr estaba descartado por completo. Pero la tenacidad de Betty Robinson era mayor de lo que pensaban incluso los que vivían cerca de ella. Le costó cinco años de trabajo y esfuerzo, pero en 1936 la atleta volvía a correr en tiempos próximos a sus tiempos de plenitud. Los médicos no eran capaces de entender aquella progresión.

La flexión de su rodilla nunca volvió a ser la misma y le resultaba imposible competir en pruebas individuales, por la postura de partida que requerían las carreras, pero seguía siendo una magnífica velocista. En las pruebas de relevos los atletas partían de una postura ligeramente agachada y alguien pensó en que Betty Robinson podría ser alguien muy valioso para el equipo americano en los Juegos de Berlín de 1936. Elmundo observaba a Hitler, a Jesse Owens, pero en el estadio olímpico de la capital alemana sucedió otra circunstancia asombrosa. Betty Robinson, como tercera relevista, se colgó la medalla de oro en los 4x100 después de que los médicos que la operaron dudaban de que volviese a andar. Y todo comenzó persiguiendo un tren.