«Saluda a este señor, Juan. Mírelo. Desde antes de que naciera él ya estaba yo escuchando que se iban a tirar las chabolas y nos iban a dar casas en otro sitio. Pero aquí ya no nos creemos nada. Mi niño tiene ya diez años. Con dos más ya se tendrá que casar y hacerse una chabola para él». Gonzalo Vargas, de 30 años, pertenece a la tercera generación del núcleo chabolista de las Casillas de la Vía. El último de los reductos con estas características en toda la Axarquía.

Llama poderosamente la atención que algunos de los casi 200 moradores de este emplazamiento subrayen su proximidad con «hoteles y apartamentos de lujo» para reivindicar que se suprima el poblado. «Este Ayuntamiento, si de verdad quiere a Torre del Mar y lo quiere convertir en un sitio presentable para el turista, debería solucionar lo nuestro de una vez». Lo indica José Vargas, de 58 años.

Y es que al acceder a la localidad torreña desde Málaga a través de la antigua CN-340, junto al ensanche, es difícil no reparar en la estampa de las chabolas, a escasos metros del nuevo ensanche urbano. Son más de uns treintena de inmuebles que acumulan, en sus inmediaciones, restos de ratas, abundante basura y otras imágenes que se quedan grabadas en la retina nada más adentrarnos por la vía principal.

La mayoría de las chabolas está compuesta de «dos cuartos», uno que sirve como sala de estar y otro en el que en un par de metros cuadrados o tres pueden dormir hasta ocho personas. Ni uno de los vecinos de mayor edad confía en que a corto plazo encuentren una vivienda digna para poder abandonar estas chabolas que durante el invierno suelen inundarse e incrementar la presencia de «animales como culebras o ratas».

«Esto ya no se lleva -argumenta José Vargas-. Eso sí, le digo a los políticos que si un día nos llevan a otra parte, que no nos pongan a todos juntos. Que nos vayan repartiendo, espurreadillos, a unas viviendas dignas de esas que llevan toda la vida prometiendo». A su hijo le sorprende «que abuelos o niños pequeños no pillen nunca enfermedades malas», debido a que sólo disponen de agua potable tomada de las «gomas de riego» de los jardines públicos más próximos. En verano, como hasta llegan a sufrir «cortes» de una semana, recurren a los grifos de las estaciones de servicio próximas.

Y otro aspecto complejo es el de la electricidad. «Tenemos enganchada una toma general, pero al llover muchas veces produce incendios y lo pasamos muy mal». José tiene siete hijos, «cuatro hembras y tres varones. Todos viven aquí, con mis nietos». Andrés uno de estos últimos, de ocho años, no sabe lo que será de mayor. Estudia en el colegio, pero lo que le quita el sueño es saber si su abuelo logró cerrar el trato de una yegua.

«No somos animales. Con uno de los milloncitos del tranvía que quitaron ya nos habrían arreglado la vida», indica Antonia Vargas, de 55 años. Tres de sus hijos, explica, están en la cárcel: Miguel, José Antonio y Cecilio. Los otros están en pueblos. «Cuanto vienen para visitarnos duermen en el suelo». El único catre no admite alegrías.

Tamara Amador, de 33 años, tiene cinco hijos. Manuela, su hermana, otros cinco. Cuando Cruz Roja llega con provisiones ven «el cielo abierto». Igual que Manuela Heredia, que a sus 50 años nos recibe entre lágrimas. «Nos moriremos sin que nos echen cuentas».