De la controversia ésta de Los Siervos de AlbaLos Siervos de Alba hay una cosa que me horroriza y otra que me interesa: la primera, la propia actuación, bastante repugnante, cutre, torpe y fea; la segunda, que, de alguna manera, pone a prueba al Carnaval y, de paso, a nosotros mismos. Cuando más me gusta esta fiesta es cuando se convierte en un espejo deformado que nos devuelve un reflejo exagerado pero certero de quiénes somos, cuando nos incomoda, cuando nos hace reír con algo que, al rato, hace que arqueemos las cejas y nos preguntemos si habremos hecho bien en reírnos. Porque, la verdad, ya no tengo cuerpo para escuchar rollos seudopoéticos en plan letra de El Barrio sobre lo bonita que es su tierra, que son unos locos enamorados de los misterios de la noche, o zarpazos a asuntos sociales tan desgarradores como por qué los políticos no vienen a su calle para saber cómo son capaces de llegar a fin de mes. El problema de Los Siervos de Alba es que para incomodar, para llevar al límite moral la carcajada, hay que tener talento, y de eso estos señores no andan precisamente sobrados. De ahí que todo quedara en un esperpento impresentable y una nueva cota en la larga, larguísima historia de la vergüenza ajena.

Que la propia insultada haya participado activamente en este desaguisado no debería sorprendernos ni preocuparnos: y no es sólo cosa de Alba Chica Latina, tan adicta a los flashes de las cámaras de televisión; sólo hace falta ver un programa de Las Campos para comprobar cómo el decir sí a la humillación por las razones que sean (dinero, atención, etc) está a la orden del día. Quizás ése sí que sea un tema que debería abordar el Carnaval.