En apenas dos semanas, cuando 2017 pase ya a la historia de este joven y controvertido siglo en el que estamos inmersos desde hace casi dos décadas, arrancará un nuevo año que, a diferencia de muchos otros pasados o por venir, acogerá una conmemoración de vital importancia para la comprensión del complejo mundo en el que nos ha tocado vivir desde el final de la Segunda Guerra Mundial: la celebración del cincuentenario de 1968, año cuya memoria, tanto para quienes lo vivieron como para quienes no, se asocia a menudo a una puñado de acontecimientos políticos, religiosos, científicos, sociológicos y artísticos que modificaron sustancialmente los fundamentos de la moral colectiva e influyeron poderosamente en la percepción individual y global de un mundo nuevo, que nacía desde la esperanza de un cambio radical de paradigmas y con la certeza de que ese cambio -que abarcaba todas las actividades de la esfera pública y privada- constituiría un avance imprescindible para alcanzar nuevas cotas de bienestar y de seguridad frente al creciente clima de incertidumbre que se respiraba en todo el mundo a consecuencia de la polarización política generada por los dos grandes bloques en los que, hasta no hace mucho tiempo, se dividía políticamente el planeta. Como en otros muchos, el ámbito cinematográfico también se vio profundamente afectado por la avalancha irrefrenable de cambios que sobrevinieron tras las revueltas estudiantiles, obreras e intelectuales del mes de Mayo en París y el estallido pacífico de la Primavera de Praga. Aquellos masivos pronunciamientos políticos de la ciudadanía francesa y checoslovaca contra la clase gobernante, que se resistía a cualquier alteración del orden establecido tras seis años de sometimiento a un conflicto bélico que acabó con millones de vidas sirvieron, según la opinión ampliamente compartida por historiadores, de válvula de escape a una sociedad que aspiraba a alcanzar otros horizontes de libertad diferentes a los que diseñó un poder, legatario al fin y al cabo de una tradición política que no fue capaz de detener la sangrienta hecatombe que se extendió, en los años treinta y cuarenta del pasado siglo, por algunas de las áreas más estratégicas del mundo.

Pero aquellos no fueron los únicos sucesos de relieve que conmocionaron a la opinión pública mundial, a pesar de la huella indeleble que fueron dejando en una Europa cada vez más fracturada por la polarización ideológica y por las ansias hegemónicas de soviéticos y estadounidenses. En 1968, 100.000 soldados y 5.000 tanques del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia con un saldo de más de 100 muertos civiles, poniendo así fin a las esperanzas de libertad de un país amordazado durante décadas por una represión política sin antecedentes en la historia contemporánea europea. De este modo, la Primavera de Praga quedó radicalmente clausurada y los sueños reformistas del llorado Alexander Dubcek se desvanecieron como el agua entre los dedos. En el mes de junio el senador Robert Kennedy, ex fiscal general de los Estados Unidos, caía abatido por las balas de un palestino de Jordania en el Hotel Ambassador de Los Ángeles, diezmando una de las dinastías políticas más acreditadas y solventes del país.

Ese mismo año, en plena contienda vietnamita, el Ejército norteamericano provoca la famosa matanza de My Lai donde pierden la vida centenares de civiles, mayormente mujeres y niños, al tiempo que Washington lanza la nave espacial Apolo 5 en su incesante afán por hegemonizar su costosa carrera hacia el espacio. Mientras tanto, Latinoamérica hervía del mismo fervor revolucionario que propició, nueve años antes, el estallido y posterior victoria de la Revolución Cubana, combatiendo en régimen de guerrilla a las dictaduras que se extendían como una imparable plaga por toda la zona meridional del continente americano. En China proseguía, entre tanto, la ofensiva de la Revolución Cultural, iniciada en 1966 contra decenas de altos cargos de la Administración a los que se les acusaba de alta traición por no seguir la senda política marcada, a sangre y fuego, por los sectores del Partido más afines a las directrices ideológicas impuestas por el líder supremo.

Ante semejante escenario, el cine, como tantos otros medios de expresión, reaccionó con notable contundencia a los mensajes de innovación y de cambio que arrojaban millones de ciudadanos de todo el mundo ante la certeza de que las sociedades y los medios que las representan deberían de impulsar la construcción de un proceso de transformación que encajara con el nuevo zeitgeist (espíritu del tiempo) y con las legítimas aspiraciones de un mundo anclado durante demasiado tiempo en el inmovilismo y en las más rancias tradiciones de la cultura del laissez faire, laissez passer o lo que es lo mismo, de la cultura de la indiferencia. Y el reflejo de estas viejas inquietudes no tuvo mejor apoyo y consideración que el que mostraron, urbi et orbi, decenas de cineastas europeos, estadounidenses y asiáticos a través de un puñado de películas que rompieron radicalmente con la inercia de una industria de claros tintes conservadores empeñada en un solo objetivo: velar por sus sacrosantas cuentas de resultados.

De entre los numerosos filmes producidos aquel año y que por diversas razones dejaron un rastro imborrable en los anales del cine de su época cabría destacar, como paradigma por antonomasia de la creatividad en su interpretación más personal e irruptiva, 2001, una odisea del espacio (2001, A Space Odyssey), de Stanley Kubrick. Un espectáculo de colosales dimensiones, inspirado en un guion del escritor y científico británico Arthur C. Clarke, en el que el genial cineasta neoyorquino propone un complejo y fascinante viaje interestelar en busca de respuestas a los muchos interrogantes que rodean la existencia del hombre en su relación con la inmensidad del cosmos. El sentido cuasi religioso que ilumina toda la película y el rigor científico que protege cada una de sus majestuosas imágenes convirtieron a la película en un icono cultural de primera línea y en una de las piezas supremas del arte cinematográfico del siglo XX.

1968 también nos legó El planeta de los simios (Planet of the Apes), de Franklin Schaffner, otra página imborrable de la ciencia ficción cinematográfica que, con el tiempo, generaría una de las franquicias más longevas y lucrativas de la historia de Hollywood. Basada en la novela homónima del escritor francés Pierre Boulle y protagonizada, entre otros, por el incombustible Charlton Heston, sus imágenes, como las de 2001, ocupan un lugar sobresaliente en el imaginario de un género profundamente deudor de esta inolvidable obra maestra sobre la vida en la Tierra tras una hipotética conflagración atómica en la que una sociedad compuesta por simios en avanzado estado de evolución ejercen el dominio total sobre todo ser viviente, incluido el hombre. Su impactante secuencia final con la Estatua de la Libertad hundida bajo un enorme promontorio de arena en una playa desierta se convirtió en otra señal de alarma contra los peligros de una eventual contienda nuclear y de sus devastadoras consecuencias.

El graduado (The Graduate), el filme que consagró a Mike Nichols como uno de los grandes referentes del New Hollywood, el movimiento que conmocionó durante los años sesenta y setenta los cimientos de la Meca del cine, tampoco puede ser descartado a la hora de establecer un listado riguroso de piezas canónicas producidas durante 1968. Dos visiones opuestas de la vida americana, la de una familia acomodada que lucha por conservar sus privilegios de clase predicando una moral que se contradice continuamente con sus normas habituales de conducta y la de una juventud, airada e inconformista, que intenta marcar distancias con la doble moral que define el comportamiento de sus progenitores es el conflicto nuclear de esta inolvidable comedia dramática que sirvió, además, de carta de presentación para un actor excepcional: Dustin Hoffman, acompañado por una estrella de la envergadura Anne Bancroft en el rol dela mítica Mrs. Robinson.

En su segunda incursión en la industria de Hollywood Roman Polanski, saborearía como nunca eléxito internacional con La semilla del diablo, adaptación del best seller de Ira Levin que transformaría por completo los esquemas tradicionales del cine terror, mutando en una suerte de experimento psicológico sobre la representación del mal en los ambientes sociales más exclusivos y distinguidos de la ciudad de Nueva York. Una indefensa y amedrentada Mia Farrow y su incauto marido, personificado por el actor y director neoyorquino John Cassavetes, afrontan el acoso incesante de un grupo de afables vecinos pertenecientes a una secta satánica con la ambigüedad propia de una situación marcada por el desconcierto y el temor a descubrir una inquietante y larvada realidad que conducirá a un letal y siniestro final.

Otro filme del año 1968 que ha quedado sellado a fuego en la memoria cultural de millones de espectadores, es Cowboy de medianoche, un sombrío drama urbano dirigido con su habitual destreza por el realizador británico John Schlesinger en su primer contacto profesional con el cine estadounidense. Con un reparto encabezado por John Voight y Dustin Hoffman, dos jóvenes estrellas que ya apuntaban muy alto en la industria hollywoodiense, Schlesinger dibuja una amarga y descorazonadora radiografía de la ciudad de los rascacielos a partir del relato sobrecogedor de una pareja de tunantes que intenta sobrevivir a cualquier precio en la turbia y malsana jungla neoyorquina donde se muestra, sin tapujos ni chirriantes giros de guion, el reverso más devastador del american dream. La película, naturalmente, fue compensada, como no podría haber sido de otra manera, con el Oscar de la Academia a la Mejor Película, al Mejor Director y al Mejor Guion Adaptado.