Hace cuatro años, el porcentaje de indecisos era del 31,5% y ahora es, según el último sondeo del CIS, del 41,6%. Esta única cifra revela la trascendencia del debate del lunes, el primer debate en la historia de España protagonizado por los cuatro partidos candidatos a presidir el próximo Gobierno, pero un debate atípico porque el cabeza de cartel del partido en el poder delegó en su número dos, Soraya Sáenz de Santamaría, que por edad y telegenia luce en la foto mucho mejor con Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias, y a quien desde la oposición ya ven como el relevo de Rajoy y posible presidenta, si el PP necesita el acuerdo de Ciudadanos para gobernar. Es la operación Menina, acuñó Iglesias, que el líder de Ciudadanos negó nada más arrancar el debate.

¿Y quién ganó el debate y quién lo perdió? Lo perdió Rajoy, que no acudió, y al que sus rivales se lo echaron en cara una y otra vez, aludiendo a que estaba en Doñana con su familia. Y el debate lo ganó... el debate. Nada que ver con los cara a cara encorsetados y rígidos a los que estábamos acostumbrados los españoles en pasados comicios. El formato puede mejorarse pero fue un buen espejo de los cuatro principales proyectos que se defienden para España. Corrupción y Cataluña suscitaron el debate más encendido, más vivo y espontáneo. Un toma y daca donde los cuatro políticos lucieron sus mejores dotes oratorias. Eso sí, de acuerdos postelectorales, nada dijeron que fuera esclarecedor.

Santamaría, que asumió el reto de afianzarse como clara e indiscutible sucesora de Mariano Rajoy, en caso de que vengan mal dadas, demostró que tiene agallas y a su favor jugó la baza de enfrentarse a tres candidatos, preocupados en atacarla, pero más ocupados en cuestionarse entre ellos, pero no brilló, no despuntó. Santamaría trasladó al debate su estilo en las ruedas de prensa: datos y más datos, salpicados de mensajes de marketing político que se notaba que llevaba preparados de antemano. Prometió que no habrá más recortes, se avergonzó de la corrupción, pero no se le oyó entonar el mea culpa. Rivera, Sánchez e Iglesias dándose codazos entre ellos, le dieron aire a la vicepresidenta, a quien se le veía feliz con los cruces de acusaciones de sus tres rivales. Su malévola sonrisa cuando se olvidaban de ella para lanzarse pullas entre ellos fue de lo mejor del debate. Ahí era espontánea. De botón de muestra, Pedro Sánchez invirtió más tiempo en desmontar el contrato único de Ciudadanos que en contraargumentar el paraíso laboral que dibujaba la dirigente popular.

Sánchez tenía que marcar distancia con Ciudadanos, que le pisa los talones en las encuestas, pues no ha conseguido capitalizar el descontento con la gestión de Rajoy. Acusó los golpes de Rivera e Iglesias. Se le notaba en el rostro e Iglesias aprovechaba para remarcar la situación, con un «tranquilízate Pedro, tranquilízate» y entonces Sánchez lanzaba una sonrisa nerviosa. Santamaría está bregada en las comparecencias públicas con las ruedas de prensa del Consejo de Ministros de cada viernes, y Rivera e Iglesias tienen una tesis en debates con cum laude, pero a Sánchez se le notó cierta torpeza, y así se quejaba a la moderadora de no tener tiempo para exponer su discurso.

Rivera, cuyo partido aparece como decisivo para la gobernabilidad de España y debía contrarrestar su inexperiencia en la escena estatal, se presentó en el debate ya no como el líder de la oposición, sino como firme candidato a presidente. Se lo cree de verdad, la cuestión es si los españoles también. Rivera se agarró a la encuesta difundida por Antena 3 y La Sexta horas antes para darse impulso y repartió caña por igual a PP y PSOE, los viejos partidos. «Lo que hicieron mal populares y socialistas», fue uno de sus mensajes machacones. Un ejemplo. En su primera intervención sobre empleo, exhibió un gráfico donde la gestión de Gobiernos socialistas y populares en España quedaban igual de mal paradas.

Pablo Iglesias, que demostró que domina el escenario como pocos, se mantuvo fiel a su imagen y no estrenó ni corbata ni chaqueta, aun a riesgo de generar rechazo entre aquellos incapaces de ver como presidente a un joven con coleta, vaqueros y camisa arremangada y manchada por el sudor al final del debate. Necesitaba subir escalones y no desfondarse en la cuarta posición. Y solo lo puede hacer a costa del PSOE, así que el Gobierno alternativo que propone Sánchez liderado lógicamente por él pero con el respaldo del partido morado y otros no se visualizó. Ni siquiera había empatía entre ellos. Cuando Pedro Sánchez irrumpió en el escenario, al que más cerca tenía era a Iglesias, pero saludó a los otros antes que al líder de Podemos. «Demagogo», le llamó entre dientes mientras Iglesias criticaba a los socialistas por las puertas giratorias.