Miguel Ángel Lamata es un cineasta pop y posmoderno, siempre pendiente de los géneros -una de sus películas se titula 'Una de zombies' - para tratar de subvertirlos de manera ultracomercial y juguetona; sus empeños suelen ser loables pero, la verdad, el hombre no va sobrado de talento ni, lo peor, tampoco de sentido del ridículo. En 'Nuestros amantes' se ha inventado un nuevo género que espero no tenga continuidad: la comedia metacuqui, una especie de comedia romántica seudoextravagante consciente de su babosidad pero que trata de jugar con ella a su favor. ¿Cómo? Con referencias a las costuras habituales de ese tipo de películas y, sobre todo, invocando el espíritu de ese cine de diálogos como ráfagas de brillantez, ultraescritas... Pero Lamata no es Mankiewicz ni esto es 'Historias de Filadelfia' -ni siquiera aquella reivindicable 'Adictos al amor', de Griffin Dunne, con la que comparte más de un punto argumental-, así que aquí, por ejemplo, nos encontramos a una madre que llama por el móvil a su hija y le dice: «Hija, me he enterado de que has iniciado una nueva andadura profesional...». Eso es lo de menos, porque esa escena no sirve para nada en la película; lo peor es que los protagonistas resultan abofeteables en su cuquez -desconocen sus nombres y se hacen llamar «hada chalada» y «duende chiflado»: como se lo digo- y que los actores que los encarnan -Eduardo Noriega, trasunto de Paul Rudd; Michelle Jenner, de Zooey Deschanel- sirven sus líneas supuestamente brillantes -son ramplonas y sobreescritas- recalentadas en un microondas.

Me parece estupendo concebir la vida, y el cine, como un juego, como una especie de pequeña aventura sin reglas estrictas y en la que dejarse llevar -Nuestros amantes va de eso-; pero, de verdad, caer en tanta puerilidad cuando estamos hablando entre personas adultas me resulta preocupante. Porque se puede ser diferente y singular sin tener que recurrir a infantilidades que, la verdad, a estas alturas dan un mucho de vergüenza ajena. Y me sabe mal teclear todo esto porque Lamata, se ve en su cine, debe de ser un tipo con una visión de la vida y del arte -sin aspavientos, ni imposturas, buscando la felicidad y la diversión- con la que me puedo sentir muy identificado. El problema es que si no lo haces bien, si no transmites esa saludable ingenuidad con el talento suficiente, todo suena estúpido y hasta repelente. Si quieren ustedes averiguar cómo sería uno de esos vodeviles amorosos de Eric Rohmer -diálogos infinitos en parques, museos y cafeterías- pero con el director francés en pleno cuelgue de azúcar, prueben con 'Nuestros amantes'.