El Festival de Málaga Cine Español ha cerrado su primera etapa este fin de semana. Han sido diecinueve ediciones dedicadas a mostrar lo mejor -y, me imagino que involuntariamente, bastante de lo peor- del cine español. Es hora de hacer un balance de estos años de infancia, adolescencia y primera adultez, en los que sus responsables han conseguido mucho bueno -convertir a nuestra ciudad en parada interesante para cineastas, productores y distribuidores que hasta hace nada consideraban a esto lo que en los foros llaman provincias- pero también a costa de esa actitud de al cine español, una sonrisa que ha terminado minando la credibilidad y cuestionando la necesaria actitud crítica que debe tener una cita como ésta -porque un festival de cine español no debe ser el megáfono publicitario de esa parte de la industria que no puede o no quiere invertir en marketing-.

En todo caso, son errores subsanables, y sé que la organización está tomando nota: el nivel de la Sección Oficial de este año, aunque mediocre en líneas generales -los milagros, para los santos-, se escapa del espanto de otras convocatorias, y busca acercarse a esa producción patria no copada aún por San Sebastián. Ojalá sigan la línea marcada por algunos de los últimos jurados de la competición mayor, tribunales que han premiado los títulos con menos cartel pero más interesantes, porque sólo de esa manera, apostando por películas como 10.000 km y Callback, el Festival de Málaga encontrará la que debe ser su auténtica personalidad: suponer el lugar en que descubrir a los futuros autores, los próximos nombres propios del celuloide nacional. Ya que es imposible competir en las ligas internacionales y, muchas veces, en las propias del Estado -¿qué hacer ante la apisonadora de San Sebastián?-, busquemos ese espíritu de descubridores y ojeadores, de scouts de nuestro cine. Ésa debe ser la diferencia del Festival de Málaga; si no, en un panorama de certámenes nacionales con más solera y apoyos, nos quedaremos en los hermanos simpáticos del sur, los anfitriones por excelencia siempre dispuestos a agradar y divertir pero que, a la hora de la verdad, se comen pocos colines. Este año, la inauguración con Toro el mismo día de su estreno comercial ha sido el epítome de todo esto: no se pudo arrancar de los productores y distribuidores de una cinta rodada casi íntegramente en la Costa del Sol un estreno exclusivo; se tuvo que ver con vergüenza cómo se desplegó la alfombra roja para el filme de Kike Maíllo en Madrid y antes en Galicia. Humillante para el organigrama del certamen malagueño, que, además, para intentar arreglar la cosa la terminó empeorando: a diferencia del resto del país, Toro no se exhibió comercialmente en Málaga hasta el día siguiente, en un claro ejercicio discriminatorio para todo aquel al que le apeteciera ver el filme el día de su estreno, ya que las entradas para la gala de inauguración llevaban semanas agotadas.

El camino siempre pasa por la exigencia, y de eso el Festival de Málaga ha andado escasito, cierto. Pero parece que la cosa está cambiando: me cuentan que la organización del certamen luchó hasta el último minuto por que Icíar Bollaín clausurara esta recién finiquitada decimonovena edición con su nueva película, El Olivo, que se estrena este mismo viernes. Al parecer, la distribuidora y los productores no lo vieron apropiado, temerosos de que la película de Bollaín se llevara algún que otro palo. Qué bien que, poco a poco, sumando actitudes críticas, se esté consiguiendo que esto no sea el oasis al que se viene a recibir sólo premios, parabienes y elogios. Si quieren que esto sea un resort del cine español, que se lo pague el cine español.

Estaba claro que el Festival de Málaga lleva años con una fórmula agotada, y que el crecimiento se estaba produciendo a lo ancho, no a lo alto, fruto de un empeño maximalista -más iniciativas en el off, más premios, más homenajes- en lugar de basado en una revisión de su espíritu original. Pero comienza ahora una nueva etapa. El año que viene, el certamen, aprovechando que celebra su vigésimo aniversario, dará un cambio de rumbo, creo que necesario: pasará a ser un festival de cine en español; es decir, que la Sección Oficial podrá acoger películas latinoamericanas sin necesidad de que éstas sean coproducciones con nuestro país. Y ya he escrito sobre ello, pero es necesario insistir: podría ser el aldabonazo que necesita la comunidad cinematográfica española, imbuida en muchos casos en el solipsismo y el adocenamiento; cuando vean que un realizador, por ejemplo, nicaragüense se alce con la Biznaga de Oro, ya no valdrán las quejas ni los victimismos, ya no valdrá el esto es lo que hay cuando se justifican algunos subproductos españoles de la Sección Oficial; cuando un autor que se las ha visto y deseado ante millones de obstáculos más que en nuestro país para levantar un proyecto se haga con algunos de los premios grandes, pocas excusas les quedarán ya para explicar lo inexplicable a muchos cineastas de aquí. Si no hay autoexigencia, pues que haya competencia, ¿no?

Eso sí, practiquemos el fair play: el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva lleva desde mediados de los años 70 del siglo pasado apostando apostando por una producción cinematográfica que si hoy es marginal en cuanto a exhibición, imagínense entonces. De ahí que el almuerzo privado que celebraron el director del Festival de Málaga, Juan Antonio Vigar, y su homólogo del certamen onubense, al parecer, en un tono de complicidad y espíritu constructivo, haya sido tan importante. Contraprogramación, no; esfuerzos en paralelo, sin choques, sí.

Los 20 años del Festival de Málaga invitan a la retrospectiva severa sí, pero también justa. Porque por cada Combustión, Cómo sobrevivir a una despedida o Manolito Gafotas en ¡Mola ser jefe! hemos descubierto a autores extraordinarios como Christophe Farnarier -su formidable El perdido y sus anteriores documentales, pasados siempre aquí-, abierto el camino para Gonzalo López-Gallego o Francisco Javier Gutiérrez -hoy trabajando para la industria estadounidense- o visto emocionantes joyas latinoamericanas -de este año rescato la tremenda El legado, de Roberto Anjari-Rossi-. El otro día, hablando sobre La dècadence, el documental de Augusto M. Torres sobre Iván Zulueta, recordé que el autodestructivo autor vasco sólo recibió un premio en toda su vida, la Biznaga a la Película de Oro por su fundacional Arrebato. Lo hizo aquí, entre nosotros, en algo parecido a un pijama y con cara de niño alucinado que se lo estaba pasando de coña. Sólo por conseguir ese momento de justicia poética, los responsables del Festival de Málaga merecen nuestra confianza. Pero, ojo, también nuestra severidad y crítica en el análisis de su tarea: esa actitud, aunque a veces nos pasemos de mandoblazos, y no la condescendencia es la prueba de nuestro compromiso con una iniciativa necesaria.