Se le esperaba en los atardeceres, citado con la bruma, abismado en ecuaciones, en pesadillas con jabalíes y sargentos al lado del piano. Probablemente hubo mucho de eso, pero también de puro y cognac, de parrandas de terciopelo. Arthur Rubinstein era capaz de encerrarse con una partitura durante dieciséis horas consecutivas y pasarse la semana siguiente entregado a las carreras de los cócteles y los besamanos. Lábil, impredecible, indisciplinado y tumultuoso, decía que para llegar a los noventa hacia falta un dietario inexcusable de tabaco, whiskey y persecución de jovencitas. Un cuerpo de vividor con cabeza de genio, una figura sublime y mitológica, mediterránea en el espíritu, vivo como nunca en los circuitos iniciales de Marbella y Torremolinos.

El gran intérprete de Chopin, polaco incorregible, se sintió atraído por la provincia mucho antes del invento del turismo. Había conocido a Picasso, conectaba con la música de Albéniz, de Granados, a los que acabó incorporando a su repertorio. Su relación con la plétora de artistas animó a la monarquía española a emitirle un pasaporte para que pudiera pasearse por Europa como un hijo de Castilla. Era la época de entreguerras, la que despertó a Arthur el gusto por el barroco nacional y el flamenco, la que llevaría a encargarle a Manuel de Falla la Fantasía Baetica, compuesta por el gaditano para las manos del hombre que conmocionó al mundo, del pianista que arrancó textos reverenciales a Thomas Mann y Bernhard, otro de los visitantes ilustres de Torremolinos.

Rubinstein mantuvo siempre un vínculo con España, pero fue el nacimiento de la Costa del Sol lo que acabó por situarle definitivamente en el mapa de la Península. En los sesenta, comenzó a practicar, cada vez con más frecuencia, el pródigo negocio del retiro a la provincia. Primero, en el hotel Espada, y más tarde, en Marbella, donde estableció por dos veces su paraíso, germinado, como en las fábulas, al lado de una casa rodeada de pentagramas y de nubes.

La vida de los Rubinstein en Málaga no fue invisible. El intérprete dio conciertos, pero también se dejó ver, con una asiduidad de leyenda, en las fiestas más exclusivas. Arthur tenía talento para divertirse y su mujer, Nela, no le iba ni mucho menos a rebufo. Los dos dejaron huella, se hicieron habituales del por entonces incipiente Marbella Club, donde compartieron recepciones y copas con estrellas como Audrey Hepburn o Mel Ferrer. La señora Rubinstein mutó hacia el estereotipo local de sofisticación y riqueza, aunque con mucha más distinción y naturalidad que las que le sucederían más tarde.

Las juventudes del genio

Eran los tiempos en los que si alguien quería buscar a Rubinstein tenía que poner rumbo a la Costa del Sol. El artista se había convertido en la referencia musical de su instrumento, había entusiasmado a la audiencia norteamericana, al principio reacia a su juventud y haraganería. Sus dedos volaban por el piano en noches de humedad cenicienta y viento de terral, con el rumor de las ascuas y las sardinas todavía presente. A la vida del genio, errante y profunda, le brotaron nuevas mocedades. Ensayaba más que nunca, bebía como un adolescente y no le quitaba ojo a las mujeres extranjeras y nativas.

A los 90 años, ya casi ciego, fundó una nueva vida. Abandonó a Nela para casarse con Annabelle Whitestone, su secretaria, cincuenta años menor que él, musical y rubicunda. La segunda juventud del artista también se fundó en Marbella. Mientras su exmujer acudía a fiestas y culminaba su libro de cocina, él disfrutaba de una luna de miel atrincherada en fantasmas y melodías.

El matrimonio con Annabelle Whitestone

El genio de Arthur no se ensombreció con la ceguera. El polaco, jaleado por su nueva esposa, tenía ganas de vivir. Seguía con sus notas, pero, al mismo tiempo, enunciaba los primeros tramos de un proyecto cuajado en anécdotas divertidas. Sus memorias ya andaban por el segundo volumen. Muchas de esas páginas, culminadas en Suiza, están escritas en Marbella, adonde se trasladaron para darle forma. Ambos, junto a Nela, una de las clientes más selectas de la clínica Buchinger, suenan frente al mar cada vez que se evoca a Chopin, a Liszt, al hombre con cara de pájaro que tocaba como el bramido de un riachuelo y rompía el protocolo para acercar al público, campechano y virtuoso, el gran Rubinstein, fantasía para la provincia.

De niño prodigio al reconocimiento y la bohemia

El pianista polaco fue protagonista de la belle epoque de Marbella, sin que eso supusiera un obstáculo en su carrera musical. Junto a su primera mujer, Nela, asistió a las fiestas del Marbella Club y soportó, entre divertido e irónico, los elogios de la aristocracia y las estrellas de Hollywood. Después de una juventud desordenada, en la que la música se vio mezclada con la indisciplina y las ganas de vivir, el intérprete se ganó el reconocimiento unánime de artistas como Picasso, Cocteau o Manuel de Falla, que compuso para él su Fantasía Baetica.