El ruido de la madera contra las formaciones milenarias. Los abanicos de las señoras en contigüidad temática con la sombra de los osos. En el verano de 1991 el hombre regresó a las cavernas. La Costa del Sol brincaba de horterada en horterada y la gente más fina, harta quizá de tanta barriga en taparrabos, buscaba refugio en las entrañas de la tierra. Mientras en la superficie el turismo desafinaba, abajo, en las catacumbas, las telas drapeaban y se oía el rumor del violín y de las sonatas.

Así de extraña es esta provincia. En pleno hervor del sol y de la canción del verano, los abismos interiores se estiraban al fresquito, con el sonido de la música clásica. El Festival de la Cueva de Nerja celebraba su trigésimo segunda edición, consolidado más que nunca como el contrapunto a la camisa abierta y despreocupada. Aunque, quizá, no tanto. La Costa del Sol nunca fue tan cartesiana. Había fisuras en los estratos de Dante. Especialmente esa noche, en la que la presencia de la reina rompía paradójicamente el protocolo.

Doña Sofía y el viaje en helicóptero. Las estalactitas estaban de gala. Y no por los borbones, sino por Rostropovich, que era la razón del descenso al otro lado de la roca. La reina había descabalado a la audiencia, que ya no parecía formada solamente por melómanos y extranjeros con ganas de rasgarse el alma. Junto a las trifocales y las pajaritas, hubo también familias de autoridades, muchas de ellas sensibles al boato, aunque infinitamente más familiarizadas con los carabineros que con los acordes sincopados.

A la hora del concierto, cuando el maestro enfilaba los últimos movimientos de las sonatas de Bach, se escucharon algunos signos de impaciencia, mezclados, como casi siempre, con los aplausos a destiempo y los estornudos de morsa. En ese momento la reina ya estaba entre el público, fiel a Rostropovich, al que conocía desde la infancia. Su majestad había aterrizado en el campo de fútbol municipal, en un helicóptero que había zarpado desde Madrid junto a la guardia privada. Los asistentes al recital recuerdan a los escoltas con los pinganillos, mientras las señoras revoloteaban como gallinas soberbias alrededor del séquito de la aristócrata.

La disparidad borbónica. El movimiento tiene mandanga borbónica. Sofía pisando el césped de un campo de fútbol para ir a un concierto mientras su marido permanecía en Madrid o en Marivent, seguramente tomando gin tonics y viendo en diferido el trofeo Carranza. La reina hizo un viaje fugaz; llegó, reverenció, fue reverenciada y se acostó en el Parador Nacional, previa cena con el intérprete y las autoridades, entre las que también estaba, caray, Manuel Chaves.

Una amistad con rango. Rostropovich avanzó durante algo más de una hora por el repertorio de sonatas de Bach. En las fotos aparece envolviendo el violonchelo con su cuerpo de tifón sentimental, transmutado en desgarro. En el repertorio incluyó una de las piezas que había tocado dos años frente a las ruinas del muro de Berlín, la historia de la humanidad comprimida en el inicio, superpuesta en el espíritu y en el avatar de mono.

De hombre y estrella. En la cena muchas de las mujeres hicieron cola para acercarse a la mesa de la reina y conseguir el autógrafo del músico, cuyo nombre todavía trataban de distinguir de los que salían en las noticias procedentes del Kremlin. El maestro, vestido con la ropa del concierto, entre grandes risotadas, hacía ejercicio de campechanía, justo el atributo que cautiva a la reina (vaya usted a saber si Freud y si don Juan Carlos). Desde el fondo de la sala se le veía descuajeringado y ajeno al protocolo, charlando con su majestad, mientras ésta, más discreta, se mantenía en su discreción borbónica. Rostropovich, genio y figura, alegre y con la boca llena, ofreciendo una ventana al bolo alimenticio mientras conversaba con la nobleza. Casi se escuchaba la risa incontenible y grasienta de Mozart cruzando el vestíbulo de la cueva. El inframundo cavernario convertido en celeste, las estrellas que se dan la vuelta, brillando como bolas de mar, en las profundidades de la tierra.