Si uno pasea cualquier tarde de este verano navideño por Pedregalejo puede escuchar retazos de conversaciones sueltas que, en el fondo, no son más que partes del mismo discurso de hastío y desesperanza en el que nos hemos instalado. Sinceramente, a veces pienso que a nuestros políticos les hace falta algo de épica, de narrativa, de visión de futuro. Alguna que otra sonrisa, más allá de prometer dureza, grisura y lágrimas. Que yo sepa, Churchill, además de decirles a los ingleses asediados por la Alemania nazi que había que luchar en las playas y donde hiciera falta, hablaba de coraje, de victoria y de fe. La que nos falta a nosotros, malagueños, ciudadanos de una Europa dominada por la economía alemana que, al fin y al cabo, sólo es otra forma de Reich.

Pese a todo, incluidos nuestros políticos, que parecen haberse empeñado en jugar ad infinitum al Apalabrados durante los plenos, como ocurrió con esos dos diputados populares madrileños que lo hacían con alevosía y sin nocturnidad, el optimismo de la gente de bien sigue despertando ternura en quien la escucha. Cualquier humilde vecino de un humilde barrio de nuestra capital de la Costa del Sol puede dar más de una lección a los cenizos que preconizan el fin del mundo a cada vuelta de la esquina. «Hay que vivir al día», dicen sonriendo mientras te ponen en una bolsa la cantidad exacta de fruta que has solicitado. O: «Podíamos estar peor». La otra modalidad de filosofía urbana.

Supongo que esto es poco consuelo para los desahuciados, o para los que miran atribulados al negro futuro laboral que nos acecha, pero, qué quieren que les diga, en esta ciudad vuelve a salir cada día el sol, su luz lame las calles y un café en cualquier bar con alguien a quien aprecias puede darte la vida. O salvártela ese día, que es una forma de no ir perdiéndola poco a poco por las esquinas.

En mi entorno, hay varios amigos que han puesto rumbo a otros países sin esta luz que pintó Picasso. Sus vidas han dado giros dramáticos, en algunos casos, y la depresión ha llamado a sus puertas. La emigración ha sido su única vía de escape. Pero todos dicen, cada vez que hablas con ellos, que volverán.

En mi ciudad hay gente que se levanta muy temprano para llenar de decencia su puesto de trabajo y demostrar que nadie puede amargarle el día, pese a los nubarrones y a los heraldos de la muerte, casi tan nocivos como el déficit público o el monóxido de carbono. Casi tan rechazables y dignos de compasión como los murmuradores que difaman en cada esquina.

La vida es una y éste es el tiempo que nos tocó vivir. Poco más podemos hacer. Más que preguntarnos por qué, deberíamos estar centrados en el qué y en el cómo. Si es que queremos sobrevivir a este enorme pozo de amargura que nos ha caído encima, haciendo añicos nuestras certezas.

Tal vez un simple paseo por Pedregalejo, el Muelle 1 o el Paseo Marítimo Antonio Machado sirva para recordar que el mar siempre ha estado ahí y que ha habido muchas generaciones anteriores que superaron, fíjense, hasta una guerra. Todos vamos a perder mucho por el camino. Y posiblemente ya no seremos los mismos. Pero ésta es la única vida que vamos a vivir. Así que no se pregunten por qué, sino cómo.