Fernando Rico es uno de tantos y tantos médicos malagueños que de forma anónima, sin más recompensa que la de alcanzar una «felicidad personal plena», optaron hace décadas por abandonar su cómoda vida en la Costa del Sol para desempeñar su labor profesional en uno de los rincones más deprimidos de África. Tras una dilatada experiencia en Camerún, donde ha podido ver cómo morían en sus propios brazos, por el sida, más de 5.000 personas, ahora emprende una nueva etapa en Madagascar. Ayer, en el restaurante Parquesol de El Morche, la localidad de Torrox de donde es originaria toda su familia, amigos y allegados le rindieron un homenaje, a modo de despedida.

¿En qué momento decide usted dejar su carrera laboral aquí en Málaga para viajar a África?

Fue después de haber completado mi formación y de haber empezado a hacer sustituciones y guardias como médico. Empecé a trabajar en la Universidad de Málaga y a preparar a finales de los ochenta mi tesis doctoral de otorrino y ya cuando me iba bien en la vida, tuve una llamada interior. Porque vas teniendo trabajo, dinero, amistades, descubriendo lo que es la vida, y no dejas de cuestionarte sobre qué es lo que quieres ser realmente. Buscas la felicidad y ves que esa no te llega en el mundo en el que vives. Así empecé a tomar contacto con la cooperación internacional e incluso me empecé a preparar en Italia.

¿De allí dio el salto a Camerún directamente?

En tierras italianas me integré en el Movimiento de los Focolares u Obra de María, que forma parte de la Iglesia Católica y cuyo origen se remonta a la iniciativa de unas chicas jóvenes en 1943. Ellas descubrieron que todos los ideales humanos en un momento dado se te derrumban. Y apostaron por el amor universal que se puede concretar de muchas formas. Esa unidad iba con mi forma de ser. Pero antes de tomar un destino, hice un máster de medicina tropical en Londres. Y en el año 1995 me trasladé hasta Camerún, hasta un hospital de uno de los poblados catalogados entre los tres focos endémicos de la llamada enfermedad del sueño. A Fotem, donde había habido una alta mortalidad infantil entre los miembros de la tribu bangwa, dediqué dos años; y luego pasé a Bamenda, la quinta o sexta ciudad camerunesa.

¿Cuál fue su peor vivencia en ese nuevo destino?

Vivir de cerca, entre 1996 y las Navidades de 2003, cómo el sida acababa con la vida de tanta gente. No había medicinas que llegasen a bajo coste hasta allí. Nadie en el países comprendía cómo un acto como el sexual que genera vida a la vez podía generarte la muerte. Eso costó interpretarlo. Se tuvo que aplicar un nuevo razonamiento a la población. Y con mucha educación sanitaria, charlas en los colegios y mucha paciencia, hemos podido ir mejorando tan dramática situación.

Pero seguro que también disfrutó de buenos momentos pese a atravesar un periodo tan duro.

Dice uno de los proverbios africanos que hace más ruido un árbol que cae que cien que crecen. Nuestra labor intercultural nos ha permitido aplicar nuestra cultura en beneficio de la salud de la población, pero también recibir una cultura camerunesa de incalculable valor. Hemos aprendido mucho como personas. Hay que partir de que nuestra callada labor en África persigue la fraternidad universal entre religiones y estilos de vida. Allí es muy positiva la dignidad personal de la gente. Hasta en el ámbito rural te impacta cómo se vive y se acepta una enfermedad, que hasta el último momento no se arroja la toalla. El africano tiene como algo innato luchar por la vida, la supervivencia.

¿Son anecdóticos los casos de suicidio?

Aceptan la muerte con más entereza. Allí el valor de la vida se defiende con uñas y dientes hasta el final. Por lo arraigado del valor de la familia, de la tribu, del clan. Individualmente no entienden la vida. Lo peor allí es que te destierren. Porque tú representas a tu familia, eres portavoz de ella.

Nosotros vamos justo en otra dirección hoy por hoy.

En Occidente está de moda el desarraigo, la pérdida de valores básicos, en favor de la riqueza y la comodidad. Pero estamos a tiempo de ayudarnos, de respetarnos, de construir un mundo con otro sentido. En nuestro movimiento intentamos crear unidad en la diversidad. Es algo que aplicamos en nuestras vidas desde siempre.

Quizás tengamos un ejemplo muy próximo en estrellas africanas del deporte y en el ejemplo que representan para la tierra de la que no se separan.

Samuel Eto´o, o el también camerunés Fabrice, que empieza ya a triunfar en el Málaga, nos hacen ver cómo son personas que tienen la suerte de representar su país en Occidente, pero que no pierden su vinculación al pueblo desde el que partieron. Ellos llevan remarcados los valores fundamentales. Y sé que en Madagascar, en octubre, también encontraré a personas de muchas religiones, pacíficas y basadas en el valor de la familia.

¿Qué le diría a una persona que como en su día usted sienta esa llamada vocacional?

Que consulte focolare.org, la web de nuestro movimiento internacional. Y que no se preocupe de aspectos como el idioma, que no es más que un vehículo. Lo importante es tener las ideas claras. Lo fundamental es la pasión por la sanidad y por el amor universal.

¿Qué ha podido conocer ya sobre Madagascar?

Su enorme pobreza. El sueldo mensual es de 50 €. El nivel de vida es 20 veces inferior al de aquí.