Antiguamente las torrenteras de Gibralfaro eran recias corrientes de agua que, con la llegada de las lluvias torrenciales, convertían el Centro de Málaga en una piscifactoría o en un parque acuático. El trazado sinuoso, propio del Tour de Francia, de la calle Granada no hace más que seguir el antiguo arroyo del Calvario y la torrentera de Gibralfaro.

Mucho se ha hecho por contener la embestida de las aguas en los últimos dos siglos. La paradoja es que, en nuestros días, del monte Gibralfaro lo que cae es agua (de fuego) embotellada en todas sus variantes, así como botellas de refrescos. No estamos ante la actualización de ninguna plaga bíblica sino ante una variante alpina del botellón. Ya que, dado que su práctica está prohibida en las calles de Málaga, sus practicantes más fieles se han echado al monte.

A comienzos de agosto esta sección ya se dio una vuelta por los rincones menos presentables del Monte Gibralfaro.

Casi tres meses más tarde, el monte sigue en idéntico estado resacoso y está cogiendo puntos para transformarse, si sigue la falta de interés de nuestras autoridades, en la primera reserva natural del botellón de España. Lástima que no se practique en llano. Los turistas podrían recorrerla en plan safari fotográfico y tirar botellas de ginebra a los celebrantes.

El relieve, sin embargo, obliga a cierto esfuerzo físico. Ya no es sólo que se debe subir la calle Mundo Nuevo pertrechado con lo que luego se verterá en los gaznates; en la primera curva del monte aparece una escalera natural, perfeccionada por el ascenso de cientos de aspirantes a beodos, que conduce a un vertedero de ensueño.

El botellódromo tiene dos alturas perfectamente delimitadas por varios círculos concéntricos de porquería. Abundan las botellas de plástico y de cristal, los paquetes de tabaco, las cajas de pizza y también los vasos largos, así como bolsas desinfladas de hielo que, por lo menos, evidencian que algo han regado el artificial ambiente.

No obstante, lo más preocupante es el horizonte centelleante de miles de trozos de cristal repartidos por el suelo. Si el monte no sale ardiendo es porque, de momento, se han conjurado las estrellas pero tiene todos los papeles para la rifa.

Si echamos mano del paseo de primeros de agosto y lo comparamos con este, a las puertas de noviembre, el resultado descorazona porque hay bastante más basura que hace tres meses. Y como la vez anterior, se puede seguir el rastro de la ingestión tribal de alcohol hasta el mismo pie de la Coracha terrestre, el pasillo amurallado que une Gibralfaro con la Alcazaba y que los turistas no pueden usar por un capricho institucional poco justificado.

Al descender mientras se deja atrás la torrentera de alcoholes varios puede verse a los visitantes, la mayoría guiris, observando con recelo las botellas que asoman por el cerro mientras suben la cuesta olímpica al castillo. No es para menos. Incluso más perjudicial que el granizo es una lluvia de litronas. Un consejo a los paseantes: no devuelvan el casco, colóquenselo por precaución en la cabeza.