El abardón, el suador, la pajera, el ropón de caída, las armas con su ataharre y el pleitar, el ropón de cabezal, la sobrearma, la cubierta de estera y el serón son partes del llamado hato o aparejo, es decir, la ropa de un burro o de un mulo destinado al trabajo agrícola. Jáquima, herradura, arado, yugo, trillo, collera, antebrazos, criba, pala, horca?.

Estas palabras le suenan a chino a las últimas generaciones. Cada vez están más en desuso y no sólo lingüístico. En anteriores décadas eran las más usuales en cualquier casa de un pueblo de la provincia de Málaga dedicada a la agricultura.

Las máquinas, por su velocidad, precisión, alto rendimiento han ido desplazando poco a poco, en silencio, a burros, mulos y bueyes que durante siglos han sido los aliados de los agricultores en todas las tareas del campo.

Dependiendo del trabajo a realizar así se adaptaban los aparejos de los animales. Los serones los usaban los arrieros cuya principal actividad era el transporte de agua o de mercancías. Cuando un equino realizaba tareas de arado se le colocaban entre otros elementos como los ganchos, anterrollos, el látigo, las orejeras y el arado romano.

En el caso de que el animal fuese a trillar en la era, el agricultor adaptaba la vestimenta adecuada para hacer fácil y cómodo el trabajo a la bestia.

Paralelamente a la agricultura, en el pueblo, existían los conocidos abardoneros o talabarteros que fabricaban a base de lonas, madera y paja las distintas piezas de los hatos y las monturas, en el caso de los caballos delicadamente decoradas.

Los herradores, a base de martillo y yunque, daban forma a los distintas herraduras para calzar los cascos de mulos, caballos, burros e incluso vacas o bueyes.

Los herreros fabricaban desde una silla de trillar a un arado. Del mimbre y del esparto salían útiles para el transporte o bien el almacenaje y transporte e incluso para la decoración de botellas y cestas para flores.

De la anea, los asientos de las sillas. Estos oficios están a punto de desaparecer por mor de la modernización en el campo y ya tan sólo se encuentran de forma testimonial en algunos pueblos de la provincia. Éstas son cuatro historias de cuatro oficios que están a punto de desaparecer.

Antonio RubioEl último herrador de Casarabonela

En Casarabonela, en plena Sierra de las Nieves, vive Antonio Rubio, el último herrador de la zona. Lleva más de 25 años herrando, desde que su suegro le enseñó. El boom del ladrillo provocó un éxodo del campo a la construcción. «Cayó el trabajo, pero vino el turismo con los caballos y gracias a ellos puedo mantener el oficio. Hubo un tiempo en el que no encontraba apenas herraduras y clavos», afirma. Para seguir trabajando ofrece sus servicios por toda la comarca y la Costa del Sol. «Los burros taxis de Mijas los hierro yo», afirma, si no, este oficio no sería sostenible. Aunque la técnica del herrado no ha sufrido prácticamente ninguna evolución, Rubio afirma que ha habido modas como la herradura de goma o el patín, que hace unos años fue lo más innovador para que los animales que caminan por asfalto no resbalen: «Ahora hay otros materiales antideslizantes como los clavos de Vidria. La herradura se gasta y se parte pero este material no», afirma. No es tan fácil ser herrador cuenta el último de la comarca en este oficio. «Desde que me traen al animal ya me voy fijando en la forma de andar». Y es que en sus manos está equilibrar la pisada y los posibles defectos en los cascos. Antonio Rubio ve el futuro de los oficios relacionados con la ganadería y la agricultura «como un hobby. Cada vez veo menos mulos y burros. Mi trabajo está más enfocado a los caballos, si no fuese por ellos ya habíamos desaparecido». En Casarabonela solo quedan dos yuntas de mulos que suelen arar aquellas zonas a las que no puede acceder un tractor.

Rafael MeléndezUn herrero de los de antes

Su padre le enseñó el oficio de herrero. El campo y la herrería han marcado durante años la vida laboral de Rafael Meléndez, ha sido su sustento y el de toda su familia. «Ahora sólo hago trabajos en miniatura, pequeños arados, un yugo, un escardillo... sobre todo, para regalarlos como adorno». Aunque está jubilado, Rafael no quiere que sus manos olviden el calor del hierro al rojo vivo y el rítmico sonido del martillo golpeando el hierro sobre el yunque. Estampas de otra época. Hace poco más de una década, Rafael Meléndez recibía encargos sobre todo de útiles de labranza, «desde una zoleta, a un escardillo, una horca para aventar, una hoz o un calabozo», relata. Experto en este oficio, asegura que todos estos utensilios para trabajar la tierra apenas han sufrido revoluciones en los métodos de fabricación. Una tuerca, un tornillo o una broca, cualquier pieza salía de su fragua: «Ahora la gente va a la ferretería y listo», relata. «Antiguamente -apostilla- las piezas de hierro iban pegadas fundiéndolas a fuego; hoy día, a este oficio han llegado los remaches, mucho más fáciles de colocar». Su hijo sí ha querido conocer los secretos de este oficio milenario y ahora es él quien atiende los pocos trabajos que les llegan. Después llegaron los arreglos y, actualmente apenas recibe algún encargo agrícola. Rejas y puertas fueron sus últimos trabajos. La fragua espera.

Antonio CeperoUn espartero sin visos de continuidad

Aunque nunca fue su oficio sí que aprendió de su padre y él mismo era el que con la pleita y el esparto confeccionaba en los ratos libres -tras el trabajo en el campo y en los días de lluvia- «cerones, jáquimas y bozales para cuando la bestia está trabajando; de esa forma no se come lo sembrado», dice Antonio Cepero. Los materiales se recogían del campo. Los cerones se hacían de esparto que había que ir a cogerlo aún verde en agosto, siempre antes de que llueva. Se dejaba secar y después había que cocerlo «veintiún días hay que dejarlo en agua. Pero en agua corriente, un río o una acequia», cuenta Cepero. Después hay que majarlo y, cuando se trabaja, el esparto «debe estar humedecido para que no se parta», explica el espartero, contando mientras trenza con gran soltura una pleita de metros que después -con una capillera o cuerda para coser la pleita- le permite dar forma a un serón, forrar una botella, un rondel para la aceituna o hacer una estera para que el burro o el mulo entrara en la casa hasta la cuadra sin resbalar. Antonio Cepero hace estas piezas en miniatura por el amor al oficio, para que no se pierda. Pero lamenta que nadie en su familia y en su entorno se haya interesado por aprender este arte. El nieto de éste declara que «es bonito, a mí me gusta ver lo que hace mi abuelo», afirma, pero no está interesado en su aprendizaje.

Rafael Cortés«He criado cinco hijos vendiendo cestos»

Rafael es canastero, pero su oficio se pierde. Ninguno de sus hijos ha querido aprender, pero él, a sus 83 años, está dispuesto a traspasar a quien esté interesado el arte de hacer un canasto, un cesto e incluso un baúl con unas varas de mimbre o caña. Él ya ha impartido algún curso pero afirma «que con un único curso no puedo enseñar todo el oficio, sólo se puede aprender lo más básico». Por eso insiste en la necesidad de organizar cursos de continuidad para que se puedan aprender todas las técnicas en cada utensilio. Rafael Cortés y su esposa, María Torres, afirman que han criado a sus cinco hijos a fuerza de canastos. «Cuando los canastos, canastas y cestas se vendían». La recolección de higos y brevas, almendras y aceitunas se hacían con canastos que han sido reemplazados por vasijas de otros materiales. «¿Quién tiene la culpa de esto?», se pregunta Cortés, dolido porque estos oficios no tengan el respaldo del pueblo y de las instituciones. «En agosto iba al río Turón a cortar mimbre. Después había que pelarlo y secarlo al sol para poder trabajarlo en enero». Y María era la que se encargaba de venderlo por las calles de los pueblos de la Sierra de las Nieves. Hasta ahora.

@josemisepul