Conviene tirar de estadísticas para darse cuenta de que este hombre se ha empeñado en desafiar a todos los malabaristas que ven en los números una ciencia exacta. Manuel Corpas las rompe todas. En un intento por demostrar que los datos, a secas, no siempre sirven para explicar las realidades.

Menos, aún, cuando se trata de la vida misma. Con las expectativas actuales en mano, por mucho que éstas coticen al alza, Manuel hace ya tiempo que tenía que estar en un cementerio. Rodeado de un mar de rosas de plástico y achaques de olvido, que en estos lugares tenebrosos se manifiestan en forma de placas de mármol heladas que empiezan a llenarse de manchas de café. Pero Manuel lo tiene claro. Su cara, que, tras unas gruesas gafas, esconde una sonrisa de dandy eterno enfrascado en un traje hecho a medida, parece un dardo de luz que grita con fuerza que el cementerio no es el lugar idóneo para alguien que lleva años posponiendo la cita obligada con el fin de todos los tiempos.

Lo sigue haciendo con la elegancia y la humildad que caracteriza a este malagueño adoptivo que nació un gélido 13 de febrero de 1913. Lo hizo en un nido cordobés que se llama La Angostura. Se llamaba porque ya ni existe. La vida de Manuel se caracteriza precisamente por ser el último hombre en pie, cuando muchas cosas a su alrededor se van deshaciendo para siempre como granitos de arena en los relojes del tiempo. No lo hace el cariño que le profesa toda su familia. Sus nietos y sus nietas. Sus dos hijos, Antonio y Rufino. Son la prueba contemporánea de que la semilla, si es buena, no cae en saco roto. Manuel es la cabeza visible de los Corpas. Su presencia destaca por encima de todos. Da igual que el paso de los años haya arrancado algunos centímetros a lo que antaño era una figura erguida. Tampoco lo abandona el selecto grupo de personas que se pueden permitir el lujo de considerarse amigos de este vecino anónimo, que no lo es tanto porque en su barrio, ahí por Capuchinos, todo el mundo se abraza a él cuando sale por las mañanas a emprender su ruta de Fino Montilla.

Ayer, recibió un cálido homenaje en la sede central que tiene La Caixa en Málaga y que ubica un diseminado núcleo de oficinas. Esta entidad lanzó una búsqueda a nivel nacional para definir lo que significa de verdad hacerle un corte de mangas a la demencia y a la soledad. Ahí Manolo es poca cosa, cuando se levanta todas las mañanas seducido por las ganas de seguir viviendo y poder presumir de robarle años al DNI en forma de siglos. En consonancia con el Premio Vida Activa, el director territorial de Caixa Bank, Victorino Lluch, hizo entrega de una placa conmemorativa para reconocer la vida de Manuel. Fue un sentido detalle por parte de la Obra Social de La Caixa. Todo hay que decirlo, cuando se trata de un gremio que no siempre recibe las mejores críticas.

De alguna manera, Manolo nos pertenece a todos. Como las miles de páginas que llenan las bibliotecas públicas de toda España. Justamente por eso. Porque Manuel es un libro de historia abierto que ha sobrevivido a tres monarquías, dos dictaduras, una república y una democracia. Su destino le llevó a ser la persona de confianza del mismísimo presidente de la Segunda República, Niceto Alcalá-Zamora.

Ayer, dio buena fe de que su cabeza sigue bien amueblada. Relató su vida, y lo hizo con una lucidez casi insultante. Desde su infancia, cuando luchaba por combatir las puñaladas que pegaba el hambre, hasta su paso por Madrid, donde encontró un hogar al socaire de las cabezas pensantes la Segunda República. Tal leal compañero que, cuando todos huyeron de las garras arribistas del fascismo que empezaron a cruzar el Puente de los Franceses, Manuel permaneció en el Palacio Real. Junto a los que en su día miraron por él. Luego volvió a Córdoba para seguir las huellas perdidas de su padre como cartero rural.

Muchos de los que sueñan a diario con caerse en un pozo de la juventud, con tintes de mitología griega, firmarían a sangre llegar con semejantes prestaciones no ya a los 80, sino a los 70. No hay que moralizar a los moralistas cuando se descubre que en el amor, para Manolo, sólo hubo una mujer. Su esposa Lola, a la que amó, cuidó y mimó cada día de su vida. ¿Pero cuál es el secreto para llegar a la vejez con esta felicidad? «La respuesta es fácil. La genética ayuda, pero sin duda el secreto de mi abuelo es él mismo y su actitud hacia la vida. Sus ganas de vivir y seguir soñando. Su facilidad para adaptarse a cada época con optimismo y entusiasmo», explica su nieta Gema. Ella fue la culpable del homenaje. Toda una vida viviendo y toda una vida por vivir. En apenas un mes Manolo volverá a añadir otro año más. Lo hace sin miedo a seguir sumando.