A más de uno le hubiera gustado ver sus zapatillas anudadas en el palo de la sombrilla. Probablemente con rastros de musgo y un tipo de violencia en reposo parecido al que precede en las películas al encarnizamiento de la pólvora. Un plano inexacto y veraniego, recortado de una estampa posible de 1987, del negativo universal de la vida y la imagen Ben Cross, casi siempre visto en la costa con ese otro ojo, el de la pantalla, que le hacía avanzar por los chiringuitos con los carrillos deshuesados y a cámara lenta, presa de su propia fama de música de héroes y pantalones cortos.

En los años en los que el actor fantaseaba con instalarse en Marbella, nadie podía arrancarle el orgullo y la fatiga de haber interpretado a Harold Abrahams en Carros de fuego; aunque su carrera se ensanchara con nuevos títulos, Ben Cross era aquel corredor desgarbado y judío que preparaba el salto a las olimpiadas. Incluso, hoy, la etiqueta sigue vigente, por más que su rostro y hasta él mismo hayan sido borrados de las nuevas generaciones, dejando únicamente su silueta de la época sobre el trazo impersonal del esfuerzo, la música y la ropa de deporte.

Las carreras de Cross en la película, convertidas en leyenda por el abracadabra milimétrico de las notas de Vangelis, perforaron el imaginario hasta convertirse en una gracieta sin fronteras y casi sin edades; si Bogart enseñó a mirar a una mujer y Ava Gadner a mover los hombros, el actor inglés dio el ritmo definitivo y la parodia a la épica deportiva, con permiso tal vez de Rocky y el Eye of the tiger de Survivor, del que, sin embargo, le separa, en su difusión, una diferencia importante: mientras que la secuencia y los pasos del boxeador son todavía indisociables de Sylverster Stallone, el bueno de Ben Cross se ha ido difuminando de la escena, perdiendo protagonismo para todos menos para los seguidores de la película -con asiento de clásico- y de los cinéfilos.

A Cross, sin duda, le resultaría ahora mucho más fácil pasar desapercibido en Marbella. A pesar de la celebridad de su barbilla a martillazos y de algunas de sus últimas participaciones en escena -el villano Rabbit en la serie Banshee y el Star Trek de JJ Abrams, en la que interpreta al padre de Spock-, el artista ha perdido parte de la estela que hacía de él en los ochenta una figura mundial de reconocimiento instantáneo; tan sólo en Estados Unidos y en Gran Bretaña mantiene su cartel, si bien es cierto que en una versión bastante disminuida respecto a la que le revestía en los años inmediatamente posteriores al Oscar y el estreno de Carros de fuego.

A finales de los ochenta, casi una década después de su mayor éxito y en pleno despegue de su carrera en Hollywood, Ben Cross se paseaba, quién sabe si a su pesar, con toda la propulsión que le aportaba la inminencia del estrellato. Incluido, en la Costa del Sol, donde sus pasos eran cazados al instante, casi acompasados a los movimientos de su personaje y de su gran carrera. Cross, el corredor y el artista, dejó huella.

Sobre todo, por su entusiasmo por la provincia, defendido sesudamente frente a decenas de rincones aventajados en la competencia: además de polifacético, el actor fue y es un trotamundos, capaz de aprender español y de chapurrear en búlgaro, de perfil inquieto.

La pasión por la Costa del Sol y su deseo de adquirir una casa le vino por los viajes que empezó a emprender en los albores de su carrera; aquí venía una y otra vez acompañado de su familia, que se sentía ligada al territorio por partida doble: su hermano y su suegra tenían casa en Marbella. Al contrario que los vividores de los sesenta y setenta, y sin ánimo de establecer ningún catecismo en las costumbres, el hombre que fue Harold Abrahams pasaba en la provincia temporadas de descanso sin excesiva pomposidad ni fiestas atronadoras; lo suyo era rodearse de esposa e hijos, ganar sol y energía para regresar a Estados Unidos y proseguir con una carrera tan seria y profesional como repleta de vericuetos. De origen humilde y esforzado, Ben Cross también tuvo que correr mucho para llegar a sus metas personales y poder dedicarse al arte en sus distintas vertientes: si antes de poder dedicarse al espectáculo ejerció de limpiador y carpintero, más tarde sería músico y escritor. Todo un atleta en su remanso celeste.

Elegante y superviviente

Con decenas de papeles y producciones a sus espaldas, Ben Cross ha peleado toda su vida por desprenderse de la etiqueta de su interpretación de mayor éxito, la del atleta Harold Abrahams en Carros de fuego. De talento multidisciplinar y profesionalidad intachable, el artista, no obstante, siempre ha estado orgulloso de su participación protagónica en el elenco; especialmente, tras el elogio de la comunidad judía, que vio en su manera de hacer del corredor un paradigma de sus correligionarios de la época en Gran Bretaña. En la imagen, un fotograma de la película.