Caminaba con el paso destruido, casi esperando que las huellas volvieran a perderse instintivamente en la arena. En su figura, más borrosa que imponente, había una inesperada moderación; era como si sus ojos, sus movimientos, el hechizo de su puesta en escena-tantas veces elogiada por charlatanes y artistas- hubieran sido desdibujados. Hasta el punto en el que nadie estaba muy seguro de su existencia. Y mucho menos, los malagueños, empeñados en la época en ver en todas partes a princesas persas; en el vestíbulo de los hoteles, en las rotondas, junto al latido del mar. Incluso, por partida doble, confundiendo a Farah Diba con la destronada Soraya y su pena igualmente infinita, cargada de exilio y de recreo en los jardines de la Costa del Sol.

La emperatriz y última mujer del shá fue una turista más esporádica que su predecesora en palacio, aunque también incombustible, con una trashumancia acomodada en la que brillaban por igual las luces de la frivolidad y los claroscuros polvorientos del destierro. Durante años, si bien más en el caso de Soraya, ambas reinas, pocas veces juntas y siempre en paralelo, visitaron la Costa del Sol, donde la antigua aristocracia iraní, desplazada por la insurrección islámica, seguía teniendo propiedades.

El punto en común de las dos nobles, además del infortunio, fue, de alguna manera, Marbella. En los amanerados palacetes de la ciudad, con el velo de la bruma de fondo, Farah Diba y Soraya dejaron transcurrir sus horas melancólicas. Cada una, a su manera: la princesa Soraya, en contacto permanente y una languidez inconsolable y la emperatriz de modo súbito y espectral, apenas unos meses después de que muriera su marido, Mohamed Reza Phalavi.

En 1981 la que fuera la viuda oficial del reino de Irán coincidió en la provincia con buena parte de su familia política, que se alojaba en el Marbella Club, donde ella misma también estuvo. La Costa del Sol convertida en una corte persa en la distancia. Y con Farah Diba, consciente de su poder de atracción, planeando una estancia en la que la necesidad de burlar a los curiosos se confundía con otra mucho más profunda, la de sobrevivir a una nueva embestida del duelo marital y geográfico que la iba consumiendo.

Su nariz baja de sultana, sus ojos ribeteados y palaciegos, fueron vistos por los bañistas tardíos y los pescadores: en esos días se difundió el rumor de que la viuda del shá se paseaba por la playa al atardecer, sola y sin escolta, invadida de aires frágiles y decadentes. Quizá, incluso, haciendo un alto morboso para contemplar a los lejos las habitaciones y montañas que componían la trama en la provincia de las estancias de Soraya; una mujer, teóricamente rival, con la que compartía algo más que secretos de galerías y alcobas del palacio de los Pahlavi: el golpe sordo de una derrota en común, la del antiguo modelo político de Irán, hecho trizas por Jomeini.

Si a Soraya la desgracia le vino por su expulsión de palacio -el consejo de sabios decidió revocarla por su infertilidad-, Farah Diba padeció una maldición todavía más siniestra: a la conmoción del exilio le siguió el suicidio de dos de los cuatro hijos que tuvo con el mandamás iraní. Las dos aristócratas, cada una a su modo, iban diseminando el oro de Persia para remendar su tristeza. Y en muchos de sus viajes, sobre todo, para Soraya, aparecía como escala rutilante el monte exclusivo de Marbella. La emperatriz, con predilección también por Mallorca, estuvo a punto, incluso, de empadronarse en el municipio. Aposentos, sin duda, no le hubieran faltado: a las propiedades de los Pahlavi se unían los hoteles de lujo y las casas de algunos de los representantes del turismo árabe, que entonces estaba en ebullición en la Costa del Sol, con el dinero del petróleo fluyendo en todas direcciones.

En su visita de 1981, la última reina de Irán optó por hospedarse durante buena parte de su estancia en algunas de las mansiones que le brindaban sus amigos. Quizá viajando secretamente y de riguroso incógnito a Málaga para mirar la esquina alargada de la casa natal de Picasso. Farah Diba era una amante del arte contemporáneo. Y con un sentimiento de simpatía correspondido por los artistas: desde Warhol a los miembros de la movida madrileña.

De las joyas, el arte y la revolución blanca

Durante su etapa en palacio, la que fuera la emperatriz de Irán simultaneó su gusto por el lujo con la adquisición de obras de arte para el país. En Teherán logró reunir la colección más importante de pintura contemporánea que se había visto nunca fuera de Estados Unidos y de Europa. Con obras, incluso, malagueñas, como los cuadros -felizmente recuperados- de Mari Pepa Estrada, pintura naif y madre del extraordinario poeta Rafael Pérez Estrada. Farah fue, además, una gran defensora del sufragio femenino y de la modernización emprendida por su marido, que se olvidó, sin embargo, de la igualdad social.