A más de un aficionado, transido por el calor, le tuvo que parecer un espejismo de los que sólo se dejan ver en el desierto. Una figura ondulada, de apariencia casi líquida, entrando y saliendo de la escena mientras la luz apelmazada del verano y las cabezas en línea del graderío acentuaban la masculinidad bronquítica de la tarde. La plaza Nueva Andalucía, en Marbella, que ese día estaba de estreno, visitada discretamente por una sirena y formando una divina comedia con un cielo y un infierno reconocido a ambos extremos de las escaleras: abajo, el torero y el toro con su penosa batalla y arriba la actriz, dulce y pacífica, a la que todo el mundo, como decía Clark Gable, imaginaba instantáneamente entre grandes cabriolas de agua.

Mucho antes de sentarse en el coso junto a Fernando Lamas, Esther Williams ya era sobradamente conocida en la Costa del Sol. Y no porque en sus visitas se dedicara a pasear imprudentemente por las calles, sino porque su figura era como una de esas seguiriyas que venían a la mente de los antiguos nada más cerrar los ojos y empezar a enjuagar el gaznate; para varias generaciones, bastaba con mirar una piscina para ver a la artista girando sobre el capote azul con las bielas de sus piernas y de sus brazos. En la década de los cuarenta y de los cincuenta, Esther Williams había enterrado la imagen de Biarritz y las pantorrillas blancas por otra de una modernidad ingenua en las que los baños dejaban de representar una actividad mínima para ingresar en los saltos y piruetas del delfín; con un imaginario, de fondo, que, pese a su belleza y los tiros cortos, tenía más de glaseado de Disney que de sensualidad picantona y desvelada.

En los Estados Unidos, Esther Williams era la novia inocente y pura que los marines más embrutecidos defendían como si fuera su hermana. Su sola mención bastaba para robustecer la moral de las tropas con un platonismo perfectamente eficaz y contrario a la carnalidad aceitosa de las modelos eróticas. En la soledad de la garita, en balandras agitadas en cenegales devorados por los mosquitos, la foto de la artista funcionaba como el recuerdo de ese mundo sensiblero y lleno de ninfeas que tanto se esforzaron por implantar los artistas de Hollywood. En sus primeros años con la Metro Goldwyn Mayer, donde rodó casi una treintena de películas en apenas dos décadas, Williams obtuvo sin pretenderlo la gloria patriótica que la había arrebatado la expansión de Hitler y la supresión de las olimpiadas de Helsinki, en las que se postulaba como máxima favorita a las medallas.

Con su maquinación con las distribuidoras y su martilleo en los cines, los estudios estadounidenses supieron imponer a su gran sirena en la mente de todos los espectadores, provocando de paso que su visión a golpe de monóculo en una plaza de toros de España fuera todo un acontecimiento con rango de fábula. La nadadora, liberada de corales y de orquesta, estaba realmente allí, aunque ya lo había sido reconocida en muchas otras partes de la Costa del Sol por observadores más perspicaces. Con Marbella, el nombre de la artista tenía una resonancia de ida y vuelta; si en la ciudad no había nadie al que la actriz le resultara anónima lo mismo ocurría en casa de la artista con el topónimo. De hecho, es muy poco probable que Esther Williams, fallecida en 2013, se olvidara nunca de la provincia; aquí fue donde se casó por primera vez con Fernando Lamas, en una ceremonia civil que sería replicada siete años después en Los Ángeles con toda la pompa añadida que aporta las religiones.

Los meses en los que el actor y playboy latino ganaba metros de conquista con la estrella americana fueron los primeros de una serie de encuentros continuados en la provincia; todavía en las redes y en las hemerotecas se conservan fotos de sus vacaciones. La pareja en los toros, sí, pero también en Cortijo Nuevo con Edgar Neville. En su caso, el romance habla español. Esther Williams había conocido al argentino en Huelva y en Sevilla, donde Fernando Lamas rodaba su estrepitoso primer trabajo a la dirección. El segundo, de acuerdo con la malevolencia, fue su alianza con la nadadora, a la que instó a abandonar su carrera para convertirse en ama de casa. El destino depararía otra gran curiosidad al actor con relación con Málaga: su exmujer, la pelirroja Arlene Dahl, se casó en 1984 en Marbella, cuando él ya había fallecido y su sitio en el anecdotario veraniego de la Costa del Sol lo ocupaba su hijo, Lorenzo Lamas. La sirena de América fue también sirena de tierra española.

Emblema nacional, icono por el mundo

Con sus bañadores de amazona peterpanesca y su sonrisa constante, la actriz Esther Williams, que apuntaba a gran estrella de la natación sincronizada, consiguió cautivar a varias generaciones e inventar un género propio sin precedentes: los musicales náuticos, que, allá por los cincuenta, fueron uno de los productos estrella de la Metro Goldwyn Mayer y del gran Hollywood. La Segunda Guerra Mundial hizo que su carrera se desplazara del deporte de élite al mundo del espectáculo. Murió en silla de ruedas, pero con un ingenio que le permitía moverse bajo el agua.