No habrá más PA. Ni en un frente común al estilo de los que están en boga ni en el asiento, últimamente generoso, de UpyD y de Ciudadanos. El que fuera el quinto partido de España se extingue, quedando únicamente, y hasta 2019, como una especie de emblema postmortuario destinado a no dejar fuera de juego a sus concejales. La decisión, pese al bagaje político y sentimental, es irrevocable. Y en su maduración confluyen todo tipo de avatares: desde la estrepitosa pérdida de votos a la compleja relación identitaria con Andalucía y con el PSOE.

Saber si el PA se acaba por implosión o empujado por los cambios de las demandas no resulta tarea fácil. Lo que parece claro es que la defunción no ha sorprendido a nadie. Los principales nombres propios del andalucismo en la provincia hablan, en guiño dramático a García Márquez, de la crónica de una muerte anunciada. Y ponen sobre la mesa una relación de pequeñas catástrofes que van desde el enfrentamiento indisimulado de sus líderes históricos -Pacheco contra Rojas Marcos-a los nuevos escenarios nacionales, en los que el debilitamiento del bipartidismo coincide, y en fuerte contradicción con otras regiones, con el escaso amarre del nacionalismo como opción política mayoritaria.

Razonamientos aparte, los datos objetivos no toleran apaños. En sus casi cincuenta de vida, el PA ha pasado de acumular poder -entre sus hitos está el gobierno en coalición de la Junta, la conquista de alcaldías como la de Sevilla o Jerez, y la obtención de representación en Madrid y hasta en Cataluña- a convertirse en una fuerza constantemente enflaquecida y remando a la desesperada. Las últimas elecciones municipales supusieron un nuevo motivo de achaque. El partido, que ya se había quedado sin diputados en el Parlamento de Andalucía y en las Cortes, redujo en Málaga a menos de la mitad su número de ediles, que ahora es de veinte, con una sola alcaldía, la del recién independizado municipio de Montecorto. Mirando el dato al trasluz del raquitismo representativo de otras formaciones, que un partido decida inmolarse con dos decenas de concejales parece precipitado, pero aquí la dureza de la caída, como en una escalera, tiene que ver mucho con la posición desde la que se partía. Y la del PA, en Málaga, era alta, con bastón de mando en ciudades como Ronda y un nutrido grupo de militantes -la inmensa mayoría ya retirados- con papeles protagónicos: Miguel Ángel Arredonda, Marcelino Mendez-Trelles, Ildefonso Del´Olmo.

Las fuentes consultadas por este periódico, muchas de ellas reacias a pronunciarse en publico, señalan en el espacio corto que la desaparición de la formación es el camino más adecuado. Sobre la posibilidad de que de las cenizas del PA surja un nuevo movimiento, Óscar Pérez, el actual secretario general en Málaga, se muestra tajante: no se producirá ni una refundación ni una integración en otra plataforma. Lo que, en su opinión, sí está por definirse y cobrar forma en el futuro es la supervivencia del andalucismo, que, en cualquier caso, ya no tendrá asidero en el partido ni en cualquiera de sus mixturas y coaliciones. «Más temprano que tarde surgirá algo que de respuesta a ese sector ideológico», señala.

El PA, aunque premioso en la advertencia, se jacta de haber comprendido el mensaje. En plena hinchazón de la burbuja soberanista, con comunidades de las llamadas no históricas agrupadas en torno a organizaciones territoriales, Andalucía ha dado la espalda en las urnas al discurso identitario. Según el centro de estudios Capdea, sólo el 17 por ciento de la población asegura sentirse más andaluz que español. «Andalucía nunca ha sido independentista, sino autonomista, pero eso no quita que sea una pena que no contemos con ninguna defensa estratégica de la tierra en instancias nacionales e internacionales», señala Pedro Merino, exconcejal de Málaga.

Las explicaciones a la deriva del andalucismo exigen también su propia trama. Algunas remiten al aspecto social e ideológico. A diferencia del País Vasco o Cataluña, el nacionalismo andaluz tiene un origen obrero y campesino. Y el PA, pese a algunos periodos de violenta ambigüedad, siempre ha querido mantener en sus estatutos el compromiso iniciático. Desde los tiempos de Luis Uruñuela, los andalucistas se han definido como defensores del federalismo y de la armonía igualitaria entre las regiones.

Pero que los andaluces no sean soberanistas no significa que haya que demoler el espíritu del 4 de diciembre. El andalucismo ha contado en muchas etapas con un amplio respaldo. Tanto que llegó a incomodar al PSOE, que lo veía como una amenaza electoral mucho mayor que la que representaba el PP tras la constitución autonómica. Para muchos militantes es precisamente la relación de amor-odio con los socialistas la que supuso el principio de todos los males. «Nos han quitado la bandera sin llegar a ejercerla nunca», exclama Óscar Pérez. O dicho de otro modo: los andalucistas creen que el PSOE les ha comido la tostada.

Aunque en sus últimas décadas, el PA llegó a inundar la política andaluza de pactos «programáticos» con otras formaciones, incluido el PP, con el que, a la postre, acabaron rivalizando por el mismo tipo de electorado, es con el PSOE con el que el partido de Pacheco tiene una conexión más dificultosa e intrincada. En estos cincuenta años, ambas organizaciones han mantenido una especie de hermandad bíblica y freudiana, con tantas muestras de desprecio como carantoñas puntuales. En las cloacas del franquismo, andalucistas y socialistas caminaban casi en el mismo espectro ideológico y de la mano. En las primeras generales, sin ir más lejos, el embrión del PA compareció junto la organización, el extinto PSP, de Tierno Galván. Luego vendrían la trapacería y las diferencias, en muchas ocasiones columpiadas en la estrategia para conseguir votos: el ataque sobre la vía de entrada a la autonomía; el intercambio de alcaldías entre Granada y Sevilla; el transfuguismo de Ronda; las enemistades personales.

En la historia del PA, da a veces la sensación de que buena parte de su infelicidad y de su esplendor está arraigado en el contacto con el PSOE. En 1999 el pacto con los socialistas permitió a la formación regional conseguir su máximo logro en el Parlamento: gobernar en coalición, ocupando dos consejerías, la de Relaciones con el Parlamento, con Antonio Ortega al frente, y la de Deporte y Turismo, que recayó en José Núñez Castain.

Los andalucistas estaban entonces colindando con su mejor momento. Poco después llegaban a la cifra de las 30 alcaldías, y con la experiencia de plazas tan sustanciosas como Sevilla o Jerez de la Frontera, la formación poco a poco bordeaba su condición de llave para devenir en un partido de gobierno. Para Óscar Pérez, el 11M y las posterior polarización del voto puso freno al avance. «Fue meritorio quedarnos con cinco parlamentarios después de aquello. Pero las expectativas anteriores apuntaban a más», resalta.

Para algunas fuentes históricas de Málaga, el PA ha tardado demasiado en disolverse. Existe la sensación de que se ha estirado la agonía a conveniencia. Especialmente, después de 2007, cuando la formación se quedó sin sus principales bastiones territoriales. Incluida, Isla Cristina, que era de tradición monocroma. «Es triste. Muchos nos dimos cuentan cómo iban entrando y permaneciendo gente que ponía su interés personal por encima del general», reseñan. Las teorías, en este sentido, también apuntan a muchas direcciones. «Buena parte de la culpa la tiene Rojas Marcos y su odio patológico hacia el PSOE», puntualizan otras fuentes. Ha pasado más de medio siglo de las reuniones clandestinas en la facultad de Derecho de Sevilla, del manifiesto andalucista publicado en la radio de París. Muchos remos rotos, mucho naufragio. Se va, y eso también es indudable, una parte de la historia democrática.