Reclamaba más dinero. No para responder a alguna amenaza de piratas o de potencias extranjeras. Tampoco para una catedral, sino para echarse al agua con todas sus consecuencias. La petición, en 1694, podría parecer insólita, pero no si se tiene en cuenta la obsesión de mejora que alentaba a la ingeniería naval y a sus máquinas de guerra. Dos años después del naufragio de las fragatas, el gobernador de Ceuta intentó organizar una misión para sumergirse en el pecio. Y no hacía más que enviar cartas a la corte para persuadir a la corona de la importancia de la empresa. Para las autoridades de la ciudad autónoma, la caída de L´Assuré y Le Sage suponía una oportunidad perfecta para aprovechar material de alta calidad y estudiar los artilugios y tipos de ensamblaje que daba tan buen nombre a la artillería francesa.

En esas primeras expediciones, apenas hubo resultados de peso. El gobernador insistía en que faltaba inversión para una operación de calado. En su ambición, de alguna manera, reflejaba el espíritu que siglos más tarde, e inspirado esta vez en una vocación científica, ha acompañado a la arqueología subacuática. Javier Noriega resalta la importancia de utilizar la tecnología para hacer hablar al pecio y recuperar el relato del inmenso patrimonio que yace bajo las aguas. Precisamente, en los últimos meses, los propios franceses han dado ejemplo con una excavación que guarda mucha sintonía con el naufragio de las fragatas: la búsqueda de La Lune, una nave de 1654. En la búsqueda, el Gobierno galo no ha escatimado instrumentos, poniendo en liza lo mejor de su arsenal digital e indagatorio. Si España se decidiera a dar un paso adelante, las posibilidades serían innúmeras. Y no sólo por el repertorio sin catalogar de naufragios que yacen en su área, sino por tantas naves hundidas con su bandera en el fondo del océano.