Málaga es una ciudad pequeñísima. Por el sur empieza en el puerto; por el norte, termina en la plaza de la Merced, y como mucho hasta el Jardín de los Monos, o plaza de la Victoria; por el este, acaba en la plaza de Toros, y por el oeste, en el puente de Tetuán, con prolongación hasta El Corte Inglés. O sea, Málaga es la calle Larios, la plaza de la Constitución, la calle Carretería, Mármoles, la Alameda Principal, Trinidad Grund, Córdoba, la Acera de la Marina, Granada, Calderería y todas las calles paralelas o perpendiculares que quedan dentro de esos límites. El resto, la Caleta, Capuchinos, Fuente Olletas, el Paseo de Reding, los Baños del Carmen… no es Málaga, es otra cosa, y no porque los camiones de Limasa, los barrenderos y la policía local no aparezcan fuera de la reducida área apuntada, sino porque los malagueños que habitan fuera de los esos límites, cuando se desplazan al centro dicen lisa y llanamente «Voy a Málaga» , como si desplazarse desde la avenida de Príes a la calle Nueva o desde la calle Trinidad a la calle Larios fuera poco menos que un viaje a Cartagena o Cartagena de Indias. Otros malagueños, en lugar de «Voy a Málaga» optan por la frase «Voy a bajar al Centro», que es casi lo mismo aunque también reduce los límites de la ciudad.

Los malagueños, en eso de desenvolverse en la ciudad, son muy avaros a la hora de situar los barrios y sectores porque todo les parece que está lejos o como se decía antes les cogía «a trasmano», que era una manera particular de ver las cosas. Cuando en el año 1945 se inauguró el Cine Albéniz, primero como teatro, después como cine y finalmente como minicine, los malagueños no lo frecuentaban porque estaba muy lejos o «a trasmano». Entonces, ir al cine, aparte los de las barriadas, era sinónimo de ir al Goya y al Echegaray, que sí estaban en lo que ahora llamamos «Centro Histórico». Al Teatro Cervantes, y no es un chiste, había que ir en taxi porque eso de andar no encajaba con nuestra idiosincrasia. Los antiguos, como el autor de estas líneas, estábamos a años luz de nuestros descendientes, que ahora corren como locos por el Paseo Marítimo, el Parque, los paseos de Limonar y Miramar y hasta se desplazan a Australia para participar en maratones. Los médicos aconsejan que para disfrutar de buena salud es necesario andar, correr, montar en bicicleta y hacer esos ejercicios que, cómo no, tienen nombres extranjeros, aerobic, aquagym, yoga, taichí y no recuerdo más. Eso de que el ejercicio físico es bueno para la salud me viene a la memoria la respuesta del músico Federico Moreno Torroba, que acababa de cumplir noventa años, a la pregunta de qué deporte practicaba para llegar a tan avanzada edad. La respuesta fue: «El único deporte que practico es ir a los entierros de mis amigos deportistas.

Yo, que vivo fuera de los límites de la pequeñísima Málaga apuntada, cuando me desplazo a La Opinión para entregar estos reportajes, le digo a mi mujer que voy a bajar a Málaga, como si fuera a hacer un viaje a un lejano lugar. Y el «Voy a Málaga» se oye todos los días como algo natural.

Los cines

Y ya que hemos mencionado tres cines de nuestra historia local (Goya, Echegaray y Albéniz) ya solo queda uno, el Albéniz, porque el Echegaray se transformó en teatro. Para ver películas hay que ir a la estación María Zambrano, Plaza Mayor, centros comerciales de La Rosaleda y otros similares, aunque más que películas centramos nuestra atención en los espectadores y espectadoras, con rorros incluidos, consumiendo toneladas de palomitas de maíz llenando la sala de aromas de fritadas aceitosas.

Esta pasión por consumir chucherías en los cines mientras se ve cómo vuelan por los aires coches incendiados, explosiones, tiroteos, muñecos horribles intentando hacer reír, metralletas, lanzallamas y naves galácticas en busca de lejanos planetas, es relativamente moderna porque antaño lo más que consumían los espectadores eran chocolatinas.

Los que sí fueron adelantados en consumir en las salas patatas fritas y las consabidas palomitas eran los ingleses. El más importante magnate del cine británico, J. Arthur Rank, con su marca de un tiarrón golpeando un inmenso gong, manifestó un día que la exhibición de películas en las salas que él explotaba había dejado de ser negocio. Los cines podían subsistir gracias a la venta de las chucherías que enriquecerán, o empiezan a enriquecer, a los nutricionistas que atienden a la población cada día más obesa por el consumo indiscriminado de productos que la publicidad casi nos obliga a comprar y que quieren volver a su peso ideal.

Uno de los empresarios del desaparecido cine Monumental de Málaga, que estaba en Ciudad Jardín, me dijo una vez lo mismo que el famoso J. Arthur Rank: «El negocio se sostiene gracias al ambigú». A la entrada del local se vendían caramelos, almendras, avellanas, palomitas de maíz, refrescos…

Por cierto, la palabra ambigú, sinónimo de bufé, está en el baúl de los recuerdos. En los descansos de las representaciones de teatro se informaba a los espectadores que el ambigú estaba abierto. El ambigú ha desaparecido de nuestro vocabulario como el «ojo patio».

El ojo patio

El «ojo patio» o más correcto, ojo de patio, la RAE lo define así «Hueco sin techumbre comprendido entre las paredes o galerías que forman el patio, y más particularmente abertura superior por donde entra la luz y se ve el cielo».

Modernamente las casas que se construyen carecen de patios interiores y por lo tanto no se crean los espacios conocidos por «ojo de patio». En muchos edificios antiguos de Málaga existen esos patios porque la arquitectura de épocas pasadas así funcionaba. El «ojo patio» permitía que las cocinas, los aseos, las habitaciones interiores o sin miras a la calle y los pasillos tuvieran luz natural. Incluso la existencia de estos espacios permitía a los familias tender la ropa recién lavada en tendedero interiores para que se secara. Hoy, como no hay ojo patio y en muchos casos ni azoteas, la gente tiende la ropa en los balcones exteriores y los vecinos de las viviendas de enfrente están al día del tipo de calzoncillos que utilizan los hombres, el color de las sábanas, las bragas de las señoras…, un espectáculo gratuito que jalona el panorama urbano que es el denominador común de barriadas y urbanizaciones. ¡Ropa tendida a tutiplén!

La fresquera

¡Ah! También el ojo patio permitía instalar fresqueras, precursoras de las neveras y frigoríficos. La fresquera, una especie de jaula con una parte de tela metálica, que se colgaba en el ojo patio y servía para mantener a baja temperatura los tomates, lechugas, cebollas e incluso botellas de cerveza.

Ahora, el frigorífico es un elemento imprescindible en los hogares compartiendo espacio y gastos con la lavadora, la secadora, la batidora, el exprimidor, el teléfono, el ordenador, la impresora, el aire acondicionado, la tableta (no de chocolate), el televisor (de plasma o de los antiguos de tubo), el lavavajillas, el microondas, el wifi, la cadena musical, el DVD, el TDT, el ambientador, el guarrito (la taladradora), la máquina de café, el filtro para mejorar la calidad de agua, el cepillo dental eléctrico, el levapelucchi para eliminar las pelusas de los jerseys, el congelador, el detector de humo para avisar del posible incendio, la extractora de humos de la cocina, la aspiradora para quitar el polvo de las alfombras, la fregona eléctrica, el robot para preparar el gazpacho y hacer bizcochos, la báscula para vigilar el peso, la licuadora, la máquina para preparar los perritos calientes, la freidora, la tostadora, la vinoteca, la vitrocerámica, la sandwichera, la raclette, la barbacoa, la cortafiambres, la fondue, la picadora… y no sé cuantas maquinitas y artefactos más que hacen la vida cómoda y más complicada porque hay que ver la cantidad de averías que se producen cada año en cada vivienda y las pilas recargables o no que hay comprar por docenas para que todo funcione a nuestro gusto.

Y además, todos esos grandes y pequeños aparatos de uso doméstico tienen fecha de caducidad, como los yogures, aunque no se advierta al comprador. Se fabrican para que duren tres o cuatro años, y después, a comprar otro nuevo sin fecha de caducidad, y no como en los alimentos que recomiendan «consumir antes de…», pero leyenda escrita con letras minúsculas y en el lugar más difícil de encontrar. Pero es lo que hay y los Gobiernos de turno hacen la vista gorda para no malquistarse con los fabricantes de los productos no comestibles.

Año 2000

En el caso de la fecha de caducidad de productos destinados a la alimentación, hace lo menos treinta años, cuando empezaron a fabricarse cubitos de hielo que hoy se han impuesto en todos los establecimientos relacionados con la hostelería y en miles de hogares, un gerente de una de las empresas pioneras de Málaga me contó el problema que tuvo con el organismo competente en la materia. En el envase tenía la obligación de advertir la fecha de caducidad del producto. El producto, replicó el gerente (agua tratada y congelada a no sé cuantos grados bajo cero) no tenía caducidad. Duraría siempre que estuviera en una cámara frigorífica. El cenutrio de turno insistió: no se concedía la autorización para su venta al público si no se incorporaba la fecha de caducidad.

¿Saben cómo se resolvió el asunto? Pues el responsable de la empresa fabricante puso en cada bolsa de cubitos de hielo: «Fecha de caducidad. Año 2000». Esto, repito, ocurrió hacia el año 1970 o 1971.