Pedro Molero tiene fama de ir al grano, de no andarse por las ramas, y de ser un penalista con amplios y profundos conocimientos jurídicos. Este magistrado de la Sección Octava de la Audiencia Provincial ha destacado en los últimos años tras ser ponente del caso Troya, contra la corrupción urbanística en Alhaurín el Grande; ponente y presidente del juicio del caso Fergocon, por la adjudicación irregular de obras marbellíes a la empresa de los hermanos Del Nido; y estos días preside la sala del caso Goldfinger, por el pelotazo urbanístico que dieron Roca, Julián Muñoz y otros con la parcela que Sean Connery tenía en Marbella.

Es habitual verlo dirigir los debates en sus juicios pidiendo concreción a las partes: para él lo superfluo no cuenta. Prefiere ir al corazón del asunto y centrarse en lo importante. De ahí que, antes de que empiecen los plenarios, dialogue con las partes para excluir las pruebas que aportan nada o poco a la resolución de la vista.

Cuando algún abogado trata de marear, él actúa rápido y, a veces, contundentemente. Parece querer evitar que nadie pierda el tiempo. Tras la sentencia del caso Troya, en la que resultaron condenados el alcalde de Alhaurín el Grande, Juan Martín Serón, y su concejal de Urbanismo, José Gregorio Guerra, por cohecho, muchos abogados elogiaron los razonamientos del togado. El Supremo, de hecho, no tocó ni una coma del texto.

Molero nació en Melilla (1959). Hijo de un militar y de una ama de casa, en total son siete hermanos. «Lo que más recuerdo de mi infancia es la calma familiar, la tranquilidad. Fue una época muy normal. Académicamente pues iba al colegio y luego jugaba en la calle, que es algo que hoy no se puede hacer. Me impregné de ese ambiente castrense que había en la ciudad», precisa. Eso se ve en la forma de conducirse en sus juicios y en sus sentencias, claras, concisas y concretas.

¿Por qué se hizo juez? Su vocación fue tardía, pero las circunstancias que le llevaron a ser togado se deben a una casualidad física. «Soy juez por la imposibilidad de ser militar a raíz de mi miopía», ríe. Estudió dos años en el centro que la Universidad Nacional de la Educación a Distancia (UNED) tenía en Melilla, hizo otro en Cádiz y acabó en Granada. Primero, opositó para la Inspección de Aduanas, estudios que le consumieron un año. «Mi padre se puso nervioso y me dijo: ‘Pedro, te tienes que mover’». Tanto insistió su progenitor y tantas eran las noticias que hablaban de la carencia de jueces existente en España, que decidió seguir ese camino. «No quería, no sentía nada por la profesión», confiesa.

En el año 87 se sacó las oposiciones de fiscal y juez, de forma que tomó posesión como acusador público en Gerona y, seguidamente, recaló en un juzgado de Antequera. Luego, pasó por un órgano de lo Penal en la capital (1989), Instrucción 7 y en 2001 llegó a la Sección Octava de la Audiencia.

Guarda gran recuerdo de su preparador en Cádiz, el padre del actual presidente del TSJA, Lorenzo del Río, don Juan, quien le despertó el amor por su profesión. «Fue un preparador maravilloso, una persona excelente, me apoyó mucho y empezó a sacarme la parte atractiva de la profesión», recuerda.

Le preocupa, especialmente, que «se le pierda el respeto a la Justicia, se nos quita por la clase política el respeto o la seriedad que debe imponer. Ese respeto lo sigo percibiendo en la gente de edad, pero no en las nuevas generaciones». Para él, este servicio debe ser «solemne y serio, eficaz, eficiente e independiente», precisa.

Lo que sí le parece terrible son «los juicios paralelos», y, en cuanto a los casos que preside, le marcan especialmente «los que afectan a menores y ancianos, los más desvalidos», aunque, en general, «nunca un caso está por encima de otros».

Juicios ágiles

En sus juicios, procura «acortar el tiempo de las intervenciones, ser ágil. Hay veces que no es necesario explicar tanto los casos... muchas veces duran mucho más de lo que debieran durar», y echa de menos una mayor asepsia en el tratamiento informativo de los asuntos. «El foro donde se deben debatir es el juicio», afirma, criticando otra vez los juicios mediáticos.

Amante del deporte, el cine y las series, la lectura, en especial de artículos periodísticos de opinión, disfruta especialmente de su mujer, juez también, y de sus tres hijos. «Es bonita la vida de juez, y he conseguido tenerle gusto con el tiempo, sin ser vocacional al principio, ahora me gusta mucho mi trabajo», confiesa, aunque su hijo de 22 años, que estudia ahora Derecho, no quiere saber nada de la vida jurídica. «Igual alguna de mis dos hijas continúa con esta minisaga», subraya Molero, el juez que siempre va al grano.