Recientemente se tributó un merecido homenaje a Alfonso Queipo de Llano, paladín del baloncesto malagueño. Gracias a su entrega y pasión el deporte que ahora figura entre los tres preferidos por los españoles (los otros dos son el fútbol y el ciclismo), Málaga ocupa en estos momentos un destacadísimo lugar en el panorama no solo español sino europeo.

El Unicaja es el heredero de aquellas formaciones nacidas en los colegios de San Estanislao, Maristas y Salesianos. Los aficionados se acordarán de los equipos que entonces competían entre sí, y seguramente tendrán en la mente las animadas veladas protagonizadas por el equipo Orient, con el patrocinio del reloj del mismo nombre. Alfonso fue uno de los que hicieron posible la implantación del baloncesto en Málaga, y muchos años después, saborea los frutos de su entrega a un deporte que apenas sí tuvo presencia en Málaga.

Sin embargo, antes de aquellos comienzos de los Maristas, los partidos celebrados en la cancha de los Salesianos y la gran experiencia del Pabellón de Ciudad Jardín, penúltimo escalón para llegar al actual Martín Carpena, hubo unos modestos pero ilusionantes comienzos del baloncesto en nuestra ciudad de los que muy pocos se acuerdan porque datan de los años mil novecientos cuarenta y tantos, cuando se formaron varios equipos y se iniciaron en un deporte totalmente desconocido en la ciudad.

Los equipos que se formaron entonces respondían a las organizaciones del momento: SEU, Mercado de Mayoristas, Frente de Juventudes... Estos fueron los primeros en practicar digamos de forma organizada competiciones o campeonatos. El equipo del SEU (Sindicato Español Universitario) estaba formado por estudiantes universitarios que cursaban sus carreras en Granada, Cádiz y Sevilla, las ciudades universitarias más cercanas; el de Mayoristas, patrocinado por el Sindicato de Frutos y Productos Hortícolas, se componía de jóvenes que trabajaban en el Mercado de Mayoristas, donde ahora está el Centro de Arte Contemporáneo, y el Frente de Juventudes disponía de dos o tres equipos, representantes de otras tantas centurias, entre ellas, Fernando el Católico. Precisamente en este último equipo militaba el autor de este reportaje de la serie Memorias de Málaga.

¿Nombres de los baloncestistas de aquellos años? Todos no los recuerdo, pero puedo citar entre otros, a José Gómez Téllez, Álvaro Martín (propietario del restaurante Antonio Martín), Fa, Miguel Rueda, Arroyo... y del equipo en el que yo jugaba, Esteban Ruiz Abad, que se convirtió en árbitro y ejerció la profesión hasta su muerte; Enrique Marín Rojas, Román, José Ignacio Díaz Herrero, Pepe Acosta, José López Yeto...

Entonces no era obligación medir 1,90 ni nada parecido. Salvo Álvaro Martín, los demás integrantes de los equipos de entonces éramos normalitos, incapaces de llegar a tocar el aro y colgarse en un alarde de fuerza, como hacen los jugadores de hoy; claro que en el caso de que alguno hubiera podido hacer la hazaña de agarrarse al aro hubiera muerto al caérsele encima toda la portería que no estaba anclada en el suelo, sino suelta, con peligro de desplomarse en cualquier momento.

Un partido de baloncesto de aquellos años finalizaba con un tanteo de 18-14, 9-6, 17-14... Entonces no existían los triples y las reglas eran muy pocas. Los tiros y los pasos sí estaban en el reglamento.

Llegaron los altos. Cuando llevábamos varios meses practicando el nuevo deporte aparecieron los primeros altos, o sea, jugadores de más de un metro ochenta, gigantes para los que entonces nos movíamos en aquel ambiente. Los altos o gigantes procedían de la Escuela de Especialistas de Aviación, instalada en la calle Cuarteles, donde recibían enseñanza alumnos que después se incorporarían al Ejército del Aire como técnicos y auxiliares de vuelo. Los alumnos, o gurripatos como se les conocía, eran naturales de diversas provincias españolas, y pronto formaron un equipo de baloncesto, arrollándonos por su altura y fuerza física. Todos los campeonatos los coparon los gurripatos mejor formados que los pipiolos malagueños.

En Málaga no existía ninguna instalación preparada para jugar al baloncesto. Jugábamos donde podíamos. Unas veces lo hacíamos en la plaza de toros, otras veces en el campo de la Fábrica de Tabacos, en el estadio de La Rosaleda... En este último caso, instalando las porterías en el espacio que estaba libre entre las taquillas y el graderío. Cualquier caída sobre el duro suelo tenía como consecuencia una desgarradura o rozadura en el brazo o en la pierna, vamos, una chifarrá, como decíamos antes en Málaga.

Como detalle final: nunca tuvimos ni un solo espectador en ninguno de los partidos disputados.

El único deporte que tenía público en Málaga era el fútbol, algunas carreras ciclistas en el Parque y las carreras de motos en el mismo escenario.

Una bicicleta y ningún reloj. En un año de los que escribo -la década de los cuarenta del siglo pasado- se me confió la organización de una prueba de ciclismo, previa al Campeonato Provincial del Frente de Juventudes. El vencedor de la prueba o los dos o tres primeros pasarían directamente al campeonato provincial.

Recuerdo que la cita fue para una mañana de domingo en Martiricos, concretamente a la entrada donde se encuentra el grupo escolar del mapa, que todavía existe. Al final del paseo estaba el estadio de la Rosaleda que no pasaba de ser un campito de medias reglamentarias, césped en no muy buen estado y una tribuna y graderíos de pésima calidad.

El recorrido apalabrado era dar cinco vueltas al recinto. Un miembro del jurado se colocaría junto a la entrada del estadio para vigilar que todos los participantes girasen alrededor de una piedra de regular tamaño y volvieran al punto de salida, donde girarían para completar las cinco vueltas.

Todo estaba previsto, en teoría. A la hora de la cita acudieron ocho o diez jóvenes entre dieciséis y diecisiete años dispuestos a hacer la prueba, con la recompensa de pasar a la fase final, el campeonato de Málaga.

Cuál no sería la sorpresa cuando los participantes se presentaron sin bicicleta, el elemento imprescindible para la competición. Confiaban que la organización (el Frente de Juventudes) las aportara. Solo uno trajo la suya, una Orbea que debía pesar diez kilos. Los demás ciclistas carecían de lo esencial: la bicicleta.

Ante tan insólita situación convenimos Alfonso Rueda y yo, los encargados de la organización, celebrar la prueba en la modalidad de contrarreloj, con la particularidad de que cada uno hiciera la prueba en solitario, porque solo había una bici, y una vez cubiertas las cinco vueltas al recinto, se la entregara a otro participante para que hiciera el mismo recorrido. Para no extendernos tres o cuatro horas en la insólita competición optamos por reducir las cinco vueltas a una sola. Se tomaría el tiempo que cada uno hiciera el recorrido, y la clasificación, dentro de la anomalía de la falta de bicicletas, sería correcta, porque además al utilizar todos la misma bicicleta no se producía ninguna ventaja para ninguno de los participantes.

A todos les pareció bien el acuerdo, y hala, a sortear el orden de salida.

Pero sucedió algo más que en aquella época no era insólito porque muy pocos jóvenes disponían de reloj: ninguno de los presentes tenía reloj. Hoy disfrutan del reloj los niños de dos o tres años.

Pero no nos dimos por vencidos: a uno se le ocurrió lo que seguramente hubieran hecho los hombres de la Edad de Piedra: recurrir a las piedras. Resumiendo, amontonamos piedras de tamaño parecido, y al dar la salida al ciclista, uno de nosotros iba una cogiendo piedra a piedra del montón depositándola en otro lugar. A llegar a la meta el primer ciclista, el cronometrista anunciaba: Ha hecho el recorrido en 123 piedras. Que empiece el segundo de la lista.

Y así hasta el final. Se proclamó ganador el que lo hizo el recorrido en menor número de piedras. Lo que nunca informamos los encargados de la organización fue de cómo se montó aquella prueba ciclista.

Quizá viva alguno de los que participaron en aquella singular carrera ciclista con una sola bicicleta y sin ningún reloj. De Alfonso Rueda no sé nada desde hace tiempo. Tuvo un restaurante en Cerrado de Calderón, después un bar en La Malagueta... No he vuelto a verlo. Podría aseverar cuanto he escrito porque me temo que alguno de mis lectores piense que ha sido una invención mía. Si la memoria no me falla otro de los que participó en la original prueba como organizador fue Federico Duarte, que después estudió en Madrid la carrera de ingeniero de Minas.

Es de verdad, de veras, como el telegrama que el hermano de un recién nombrado ministro del Gobierno le puso a su madre con el siguiente texto: «Mamá -aquí el nombre de la pila del personaje-, nombrado ministro. De veras». Nadie del entorno familiar podía imaginar que (omito nombre y apellido) pudiera nada menos que incorporarse al Consejo de Ministros. Después se han repetidos casos... en la Democracia.