­Juan Sánchez Porras, psicólogo y pedagogo, se introdujo en el Teléfono de la Esperanza hace viente años, cuando, en un recorte de periódico, vio la oportunidad que buscaba para colaborar como voluntario en una asociación. Comenzó arrancándole horas a su trabajo, ocupándose de las llamadas de los martes, en una casa, la de Hurtado de Mendoza, que, pese a su trazo coqueto, parecía más entonces un reflejo sombrío de cuento gótico que una oficina consagrada a al socorro gratuito y a la sanación. De esos cimientos, literalmente tambaleantes, surgió un impulso que ha sido vital para miles de personas. Y que continúa a pleno rendimiento, ya eso sí, con la cara despejada y, sobre todo, restaurada, brindando una atención cada vez más completa e integral.

La crisis, pese a la pacificación de algunos indicadores, sigue haciendo estragos y golpeando brutalmente a miles de personas. ¿Qué se le dice a alguien que lo ha perdido todo?

Es horroroso, pero tenemos que ser optimistas. La crisis produce desesperanza, pero también representa una oportunidad de cambio. Muchas veces desconocemos nuestras propias fuerzas y potencialidades. Y ahí es donde incidimos; no dando consejos, sino ayudando a quien lo necesita a descubrir sus recursos. La gente se sorprende de lo que es capaz, y cuando lo advierte, y empieza a ponerle nombre a la causa de sus problemas, comienza la reestructuración interior y se va saliendo poco a poco. Nunca sin sufrimiento, claro está, pero sí con la sensación de haber encontrado un nuevo anclaje y un nuevo camino, el suyo, para afrontar los conflictos.

La situación económica ha puesto por primera vez a muchos jóvenes frente a una serie de obstáculos que pensaban que no iban a tener que encarar en toda su vida. ¿La generación actual es más frágil que las anteriores? ¿Hasta qué punto el cambio de guión puede arrasar con su futuro?

No estoy, ni mucho menos, de acuerdo con los que hablan de generación perdida. Es cierto que las nuevas generaciones parten comparativamente de un déficit en cuanto a la facultad de abordar las dificultades. En parte, porque no han tenido que pasar por lo mismo que sus padres y también por la sobreprotección, porque esos mismos padres han ejercido de lo que se llama familia helicóptero y han procurado evitar a toda costa que sus hijos tuvieran que enfrentarse a esas mismas penurias. Pero, con todo, confío en sus capacidades. Y lo hago porque veo que estamos frente a una juventud con alta formación, que está siendo capaz de sondear el mercado y luchar con imaginación por encontrar su sitio.

¿Se puede hablar entonces de un toque de atención forzoso?

Sí. De hecho, la crisis ha hecho que los mismos jóvenes que antes estaban en un estado de alienación y conformismo empiecen a revertir su propia vulnerabilidad. O dicho de otro modo, ha surgido un espíritu comunitario, se ha conseguido salir del individualismo y de la zona del confort. Lo vemos en la motivación solidaria de los nuevos movimientos sociales y políticos, pero también en un dato que es bastante elocuente: el aumento del número de jóvenes que se interesan por colaborar con ONG. Los cambios, como es lógico, no se dan de la noche a la mañana, pero se percibe otro momento; hay, en esta generación, una toma de conciencia del otro, del nosotros.

¿Es esa la mejor lección que nos deja la crisis?

Debería serlo. Estamos hablando de una generación que va poco a poco adquiriendo autosuficiencia, de una sociedad en la que el consumismo estaba muy arraigado, en la que lo único que se valoraba era lo que se tenía, el yo, el soy, en la que los jóvenes abandonaban su formación muy pronto para hacer dinero. Y no sólo es cuestión de la juventud, también este periodo ha servido para empujar a muchos parados a aumentar su formación y ha hecho que se refuerce el sentido de cohesión de la familia y de los mayores, que se han visto forzados a poner su pensión a disposición de sus hijos y nietos. Es lastimoso que hayan tenido que darse ese tipo de circunstancias, pero tenemos que ver esa otra cara; esta crisis es de valores y el aumento del sentido comunitario hará, sin duda, a medio y largo plazo que la sociedad progrese.

Esa generación a la que alude es también la de los móviles y las tablets. No deja de ser una paradoja que la época con más canales de comunicación de la historia sea la misma que presenta mayores cotas de incomprensión y de aislamiento.

Si algo tenemos claro en el Teléfono de la Esperanza es que esta era, la de la hiperconectividad, no ha logrado reducir la soledad. Es más, una de las marcas de nuestro tiempo quizá sea la desazón que padecen las personas en contextos complejos. Riesman hablaba de la muchedumbre solitaria y eso se da mucho con las nuevas tecnologías, que priorizan la cantidad de relaciones antes que la relaciones de calidad, y que, por su propia naturaleza, plantean una comunicación limitada, especialmente a la hora de captar el sentimiento de los otros. Son modelos que pueden valer puntualmente, pero en el mundo de las emociones, este tipo de relaciones no sirven para salir de la soledad.

¿Falta formación al respecto?

Esa es una cuestión básica: el sistema educativo tiene que cambiar e ir dando cabida a cuestiones tan básicas como la educación emocional; preparar desde infantil a los niños a descubrir sus emociones, interpretarlas y utilizarlas para sobreponerse a los momentos difíciles. Un contexto educativo que favorece el desarollo emocional y la conciencia crítica estar con recursos y, además, ser capaz de resistir a los constantes intentos de manipulación, que son muchos y que, además, pervierten las metas y hasta el propio concepto de felicidad. Hay que aprender a no dejarse llevar por una sociedad tan peligrosamente estereotipada, a tener objetivos personales y reales y, sobre todo, a entender que ser feliz no consiste en tener el último modelo de coche, sino en procurar un estado emocional en el que uno se acepta y está en paz consigo mismo y con lo que le rodea.

Muchas de las llamadas que reciben están motivadas por la soledad. ¿Un mal endémico en estos días?

La soledad no sólo produce un deterioro psicológico, sino también físico. La persona que se siente sola es más proclive a padecer enfermedades cardiovasculares. Incluso, existen estudios que sostienen que el riesgo de mortalidad aumenta un 26 por ciento en comparación con el que provocan, por ejemplo, la obesidad y el tabaquismo. Las situaciones de abandono y de aislamiento son muy peligrosas y pueden desembocar en depresión y hasta en suicidio. No estaría de más que empezáramos a considerar la soledad y el suicidio como un problema de salud pública que afecta tanto a mayores como a menores.

El suicidio continúa siendo una de las principales causas de muerte no natural en Málaga y en España. Los datos, pese a que no están muy difundidos, son escalofriantes.

El suicidio es uno de los problemas más acuciantes y complejos a los que nos enfrentamos en la sociedad, y por tanto, también en el Teléfono de la Esperanza. Es un tema, además, que siempre ha sido tabú; tanto a nivel de los medios de comunicación, donde hasta hace muy poco estaba prohibido hacer la más mínima mención, como a Nivel de la sociedad, que lo ha interpretado como una vergüenza, hasta el punto de enmascararlo y mentir sobre la causa de la muerte. No podemos olvidar que hasta pasados los ochenta las personas que se habían quitado la vida eran enterradas en una zona aparte del cementerio y que la propia religión hablaba de condena. Existe, en definitiva, un velo grueso, que hay que ir descorriendo para crear una política de prevención. Y ahí los medios son básicos.

El dilema, para la prensa, es delicado. Tradicionalmente, con las publicaciones, se ha temido el efecto mimético, de contagio.

Los medios deben informar, pero respetando y alejándose del morbo. Eso implica trabajar siempre con autoridades de la salud en la exposición de los hechos, presentar sólo los datos relevantes, a ser posible en páginas interiores, informar de las alternativas, publicar indicadores de riesgo y señales de advertencia que puedan servir de orientación a las familias. Lo que no hay que hacer es agregar fotos o cartas suicidas, eso es sensacionalismo. Es un problema de magnitud, tenemos que pensar que 11 personas mueren a diario en España por suicidio. Aquí mismo recibimos el pasado año 55 llamadas de personas con intenciones suicidas, 6 de ellas con el acto en curso.

¿Cuál es el margen de actuación con las llamadas al límite? ¿Cómo se reconduce la situación?

En el Teléfono de la Esperanza tenemos experiencia de gente que ha logrado salir de ese túnel y entender que los problemas no pueden ser solventados con una solución permanente, porque el suicidio, por desgracia, es una solución permanente. La gente que se suicida no quiere morir, lo que quiere es dejar de sufrir. Y dentro de eso recibimos todo tipo de casos, desde los que lo intentan en un acto impulsivo a los que lo planifican, desde los que están todavía con la idea embrionaria a los que te eligen como última llamada y obligan a movilizarte para orquestar una intervención directa. En general, lo que se intenta es buscar en la persona un anclaje a la vida, ya sea la familia u otra cosa, y lograr que el acto se posponga para poder trabajar a partir de ahí.

La depresión, patologías, el duelo de un ser querido, e, incluso, la ausencia del sol o los pasajes monótonos. Los estudios ligan el suicidio a un enorme mapa de causas. ¿La crisis se ha convertido también en un desencadenante?

Se dice que la crisis ha aumentado el número de casos, pero no estoy de acuerdo. Las personas no se han suicidado por la crisis per se, sino porque partían de elementos vulnerables que se han acrecentado y hecho más potentes con la situación económica. Digamos que ya venían con un molde predispuesto y es eso lo que ha hecho que una circunstancia desfavorable derive en la intención. A una persona frágil con depresión profunda y con ideas suicidas de fondo cualquier factor puede empujarle al suicidio. La causa es muy compleja e implica la interrelación de muchas variables, entre ellas la enfermedad mental. Es un problema de salud, ligado muchas veces a la depresión.

El pasado enero un niño se suicidó tras sufrir el acoso escolar de sus compañeros. ¿Cómo se pueden advertir los síntomas en un menor?

Generalmente, cuando se produce un suicidio, el entorno reacciona con culpa. Se piensa que la persona había dejado pistas, señales previas de su predisposición. Pero eso, en un niño, es muy difícil de captar. Lo más que se puede hacer es atender a su conducta, interesarnos en cómo se comporta en el colegio y en su entorno, tener comunicación. Hay muchos niños huérfanos con padres vivos. Y eso se debe combatir.