Al redactar una de las periódicas colaboraciones bajo el enunciado Memorias de Málaga dedicada a Picasso en el 135 aniversario de su nacimiento cité a Manuel Blasco Alarcón, primo del genial pintor malagueño. Lo mencioné de pasada. Hoy me voy a centrar en su figura, un personaje singular que tenía en su sesera la Málaga de comienzos del siglo XX y que relató de una forma poco común, o sea, escribiendo lo que recordaba de aquella Málaga en la que nació y vivió e ilustrándola en unos deliciosos cuadros pertenecientes al estilo naif, que por su sencillez parece realizado por un niño. Si buen escritor era, no menos pintor. O viceversa. En la historia de los malagueños famosos debe figurar como pintor y escritor.

Manuel Blasco contó en varios cientos de cuadros repartidos por media España la historia de los rincones y espacios más conocidos de Málaga, agregando al dibujo, o al contrario, la descripción escrita de esos rincones. Se podía, y se puede, ver el cuadro y leer después el texto que narra la visión particular del artista, o primero leer la redacción y después recrearse en la contemplación del cuadro.

Después de los 60 años

Blasco Alarcón se desenvolvió en el mundo de la decoración, restauración y diseño de muebles antiguos. Cuando Torremolinos empezó a descollar en el mundo del turismo, Blasco fue llamado para decorar salas de fiesta, bares, restaurantes… Todavía creo que se conservan algunas de sus obras, a veces efímeras porque los cambios de propietarios de este tipo de lugares de expansión, restauración y diversión, la mayoría de las veces lleva consigo el cambio radical de decoración. Para no errar omito nombres, aunque sí recuerdo el comedor especial de Antonio Martín, en la Malagueta.

Cuando ya había cumplido sesenta años -nació en 1898- decidió dedicarse a la pintura; dejó su domicilio en calle Denis Belgrano y se instaló en Torremolinos, donde falleció a los 94 años. Primero probó con el cubismo y en seguida se decidió por pintura naif. Por motivos familiares el primer cuadro que pintó para la primera exposición de pintura cubista o moderna que montó, pasó a manos de mi mujer. Está en la vivienda que compartimos. El cuadro ilustra el capítulo de hoy: su autorretrato. Lo pintó en 1961, como puede verse abajo a la derecha con su firma. En el fondo, tras el pintor, se distingue el bargueño que recientemente fue donado a la Casa Natal de Picasso.

No recuerdo por qué decidió cambiar de estilo; supongo que por consejo de su hermano Salvador. El caso es que probó en el naif y cambió el rumbo de su vida.

Tres novelas

Hago un inciso para reseñar algo insólito: al tiempo que empezó a pintar y escribir la historia de Málaga decidió probar fortuna en un campo desconocido para él, la novela. Escribió y fueron editadas tres novelas, una de carácter costumbrista titulada Don Diego Altamirano. Herencia de sangre, y dos policiacas al estilo de las de Agatha Christie. Las tres escritas entre 1979 y 1980. Las novelas policiacas responden a los títulos La araña de bronce y El cristal de Venecia.

De la primera conservo el ejemplar dedicado a mi mujer y a mí, y las policiacas, aunque las he rebuscado entre mis papeles y libros no las he hallado. He releído Don Diego Altamirano, situada en la comarca del Guadalhorce -Cártama y los dos Alhaurínes, el de la Torre y el Grande- y he disfrutado de su lectura por las descripciones de estos históricos puntos de nuestra provincia. Sigo buscando las policiacas.

Esta escapada al mundo de la novela la aparcó para entregarse de lleno a la pintura.

Málaga a comienzos de siglo

Entre 1962 y casi hasta su fallecimiento en 1992, Blasco pintó varios cientos de cuadros repartidos hoy, como he apuntado antes, por Málaga y media España. Su chalé de Torremolinos era lugar de obligada visita de cuantas personalidades de las artes, de la cultura y de la política que durante los treinta años pasaron por Torremolinos.

Las puertas de su casa estaban siempre abiertas, y allí podía uno tropezarse con Lola Flores o Julio Caro Baroja, el doctor Vallejo Nágera, Manolo Escobar, Juanita Reina, el conde de Motrico, poetas, escritores, periodistas, artistas de teatro y cine…

En cualquiera de los dos tomos de La Málaga de Comienzos de Siglo, en los que recogen más de cien obras suyas con las descripciones correspondientes, se reseñan los nombre de los propietarios de cada una de las tablas que pintó. A los nombres recogidos en el párrafo anterior hay que sumar, entre otros, los de Carlos Arias Navarro, Patrocinio Montalbo, viuda de Arias Salgado, Emilio Romero, la Embajada de Venezuela, la Diputación Provincial… Para ilustrar la colaboración de hoy no he tenido que reproducir ninguno de los que figuran en sus libros. He optado por uno fechado en 1978, una particular visión del jardín de los monos, iglesia de San Lázaro y calle Ferrándiz. Fue un regalo que me hizo mi mujer en el vigésimo aniversario de nuestra boda.

Gastronomía

Era un enamorado y defensor de la gastronomía malagueña, hasta el punto de insertar en sus libros algunas recetas de los platos más representativos de nuestra cocina. En el prólogo del segundo tomo de La Málaga a comienzos de siglo redacta las recetas de los platos típicos de la cocina malagueña, como las berzas, el cabrito pastoril, la sopa de rape, la sopa de tomate, la sobrehúsa…, deteniéndose en el que es exclusivo de Málaga, sin parecido alguno con el resto de España y extranjero: el Ajo Blanco. La receta auténtica, según Blasco, es: «Se pelan en agua caliente cantidad de almendras y se echan en el mortero (de mármol y maja de madera) ajos, sal, majándose con paciencia y esmero.

Cuando está todo bien triturado se desmenuza una miga de pan remojado. Se sigue majando poco a poco, se vierte aceite y comienza a labrarse batiendo con la maja durante horas. Esa crema blanca se deslíe con cuidado en agua muy fría mezclándose vinagre y sal para sazonarlo. En este rico caldo se desgajan las doradas uvas moscateles».

Cuenta con todo detalle algo tan malagueño como la pesca marítima conocida por el copo, arte hoy prácticamente desaparecido. Para su redacción recurrió al padre de Guaqui, propietario de uno de los restaurantes de La Carihuela, lugar que frecuentaba casi todas las noches para deleitarse con los boqueroncitos, chanquetes y ensaladilla de pimientos asados.

Al arribar la barca y sacado el copo (la red en la que se ha recogido el pescado), el proceso es el siguiente: «Sobre el tacón de patear el proel golpea para empezar la subasta, y después, el mandaor, el que vende, empieza el reparto de la ganancia. La barca se lleva la cuarta parte y las tres partes restantes divididas en porciones a razón de dos al mandador, para el segundo una y media; el probe, una y media; el calaor, una y cuarto; una todos los demás y el gardón (un niño) media parte, y por último, al soterraje o médico componedor de las redes una parte de todas las barcas».

Como colofón, el mismo jabegote, cerró la información con estas palabras: «Yo he visto repartir hasta cuarenta céntimos, y ni un gesto ni una maldición, después del duro trabajo de toda una mañana y aún con generosidad, han repartido de la exigua pesca un puñado al capachillo de una anciana, de un lisiado, de un viejo jabegote, incluso a gorrones que pululan alrededor del copo».

Tertuliano

Hombre inquieto y creador barajaba siempre nuevas ideas; amante de lo tradicional era al mismo tiempo abierto a las nuevas costumbres e ideas. Era todo lo contrario a un carca o apegado a las viejas costumbres. Casaba lo tradicional con lo moderno. Hablar con él era una delicia. En muchas ocasiones acudía a la tertulia de la plaza del Obispo donde su hermano Salvador, propietario de una tienda de antigüedades, se reunía a diario con hombres de la cultura. Allí alternaba Baltasar Peña Hinojosa, Modesto Laza, Bernabé Fernández-Canivell… a los que se unían, cuando arribaban a Málaga, Manuel Alvar, Julio y Pío Caro Baroja, Andrés Laszlo, catedráticos de la Universidad de Granada que venían a examinar a los que estudiaban en el Instituto de Estudios San Leandro, pintores, poetas y una larga lista de personas que animaban el lugar, quizá la única tertulia que existía en Málaga en los años 50 y 60 del siglo pasado.

Un de las ilusiones de Manolo Blasco era diseñar lo que él llamaba Las cuatro ollas, un restaurante dedicado única y exclusivamente a guisos malagueños. El diseño era muy sencillo como original: en el centro, aislado con grandes cristaleras, la cocina con cuatro fuegos, uno para cada guiso, como lentejas, judías, garbanzos… Alrededor de la cocina, las mesas para que los clientes pudieran observar cómo cocinaba el equipo formando por el jefe, ayudantes, pinches… No llegó a convencer a ningún emprendedor. Hoy, tal vez, con la fiebre de restaurantes de todas las clases habidas y por haber, quizás el proyecto sea factible. Si alguien, después de leer estas líneas, se atreve con la idea y la pone en práctica, solo le hago un ruego: que se acuerde del autor del proyecto. No hay derechos de autor, ni copyright ni posibles reclamaciones. Blasco falleció, su sobrino que lo heredó también… y no hay nadie que pueda reclamar su paternidad. Simplemente, Manuel Blasco Alarcón.