Nunca se ha sentido tan infeliz frente a ese bosque relamido que es el césped. En ningún país ni en ninguna provincia. Ni siquiera cuando su suerte declinaba y empezaron los dolores de espalda y de la chequera. La Costa del Sol, tan atiborrada de campos de golf, fue una pesadilla para Tiger Woods. Y no por su derrota, en 1997, contra Severiano Ballesteros. Fue aquí, en la zalamera Marbella, donde su fama de hombre ejemplar, y hasta cursi, comenzó a hacerse añicos, en una habitación de hotel, entre risotadas en inglés y faldas convulsionadas, de desenlace brusco. Esa mañana, mientras el sol se erguía y los turistas bajaban a la playa, algunos de ellos pensando en imitar por la tarde al golfista, pocos podían imaginar que no muy lejos de su ubicación se acababan de firmar las bases para la gran extorsión sufrida por el campeón del mundo. Una emboscada que llevaba la marca de fondo de la Costa como las mansiones llevaban la de Falcon Crest, tan bestia como para no admitir más respuesta posible que la del propio Woods: tomar un válium y esperar a que escampe. Evidentemente, como suele ocurrir, sin que nada se resuelva.

El deportista estaba entonces en lo más alto. Nadie discutía su liderato deportivo. Le llovían los contratos con marcas. Lo cuenta el periodista americano Robert Lusetich, que dedicó todo un libro a destapar la trama marbellí que condujo en 2009 al jugador a empotrar su Cadillac contra una boca de riego. Tiger cayó en el hoyo, arrastrando consigo el eco de una fama de corte caprichoso, muy del gusto anglosajón, en la que su figura sobresalía más de lo imaginado nunca en un golfista por una serie de extras, los que distinguían al deportista como un hombre sano y marido modélico, que, además, había contribuido al espejismo de la normalidad preObama triunfando como negro en un juego de blancos millonarios. Decir que la culpa la tuvo el sexo es simplificar. Sobre todo, si se dejan fuera las bases del espectáculo que definen a veces a Estados Unidos, un país en el que si se comete una infidelidad siendo famoso no basta con pedir perdón, como es preceptivo, al implicado y a la familia, sino a sesenta millones de espectadores. Esto, en el caso de Woods da para hacer unos números, porque lo suyo, más que flor de un día, se reveló a la postre en un jardín enorme con pinta de berenjenal. Que alguien, en este contexto, le saliera rana era cuestión de tiempo. Y más en el entorno de Marbella, donde las sapos están capacitados para volverse príncipes. Aunque todavía más a la inversa.

En el relato del americano no queda claro, según la prensa, si el golfista tenía previsto en esos días desplazarse a Marbella. De lo que no existen dudas es de que fue una llamada de teléfono desde la provincia lo que desató el escándalo. Hasta el punto que el prefijo de Málaga debe producir todavía urticaria al celebrado ganador de torneos, por más que la Costa del Sol, a pesar de nuevo de Ballesteros, le suscitara buenos recuerdos; cenas elegantes, incluidas, en Puerto Banús, con cocineros de moda. La autora, aunque en ese momento involuntaria, de la artimaña había sido Rachel Uchitel, una camarera y empresaria neoyorkina de las que parecen poder inflarse como un neumático y a voluntad, que en ese momento tenía cautivado a Woods, alcanzando el estatus a la postre sancionado por los tabloides de amante principal y primera. La chica, metida en el negociado nocturno, había organizado un encuentro en una villa de lujo entre cuatro millonarios londinenses y dos modelos de Las Vegas, una de ellas antigua chica Playboy. La cita, con mucho dinero para dilapidar, podía ser para jugar al ajedrez y leer a Pushkin, pero todo parecía apuntar hacia otros horizontes de entretenimiento. El asunto es que, por razones que se ignoran, el festín se desbarató, quedando las amigas varadas en mitad de grandes urbanizaciones, sedientas de hacer caja y con el instinto depredador bien despierto. Fue entonces cuando pillaron a Uchitel hablando con el golfista. Y, acto seguido, se largaron a avisar del romance a la prensa.

Las pruebas de veracidad presentadas por las damiselas Playboy son como para despertar la envidia de San Ambrosio. Una test de polígrafo firmado ante notario y una foto. Que en esta imagen apareciera una conocida sala de fiestas de Marbella es algo que da mucho color comarcal y folclórico. Tigers les ofreció un dineral para que dieran marcha atrás al operativo. Estaba en juego su buen nombre -como en los textos de Calderón de la Barca- y su matrimonio, cuya disolución le saldría por unos 600 millones de euros. Woods debería tomárselo con humor y venir de vez en cuando a practicar su albatros a los campos de la costa. El lugar en el que no se sabe si todas las cabinas comunican con Dios, pero donde hay que tener cuidado con algunas llamadas. Al que fuera el deportista mejor pagado del mundo una indiscreción en una suite casi le cuesta su carrera. Cuidado con el placer sofisticado. Los imperios nacen y se desvanecen en Marbella.