Le faltaba el inevitable perro pluma. Un cartelón de oro anunciando su presencia. El sonido de los trombones. Los cócteles a la vista. El resto venía incorporado de serie. Por más que su leyenda anduviera en horas bajas, acatarrada por la sobreexposición, por el maltrato vulgar con que el tiempo suelen mostrar su ingratitud hacia la estrellas que se hacen demasiado familiares y pasan muchos años en activo. Xavier Cugat estaba mayor, pero en realidad mayor no fue nunca; más bien parecía haberse tragado su propia historia, difundiéndola en todas las direcciones hasta engendrar un monstruo que se hacía sombra a sí mismo. No le faltaban, eso sí, las chicas. Todas bellísimas, persiguiéndole por los hoteles, esperando que su varita mágica las convirtiera en cenicientas de carroza de televisión. Aunque fuera sólo en España y con Chicho.

Xavier Cugat era una celebridad. Un tipo tan conocido como la hojarasca de fin de año y los Príncipes de Asturias. Alguien divertido al que amar. Pero con una fama dada por buena que apenas tenía en cuenta la letra pequeña, que en este caso era mayúscula. Tanto como para incluir toda una época, con guiños que van desde Al Capone, a Cole Porter, Chaplin o Sinatra.

Cuando en 1978 el escritor francés Georges Perec publicó Je me souviens, todo un tratado experimental y epocal sobre la cultura de los cuarenta y de los cincuenta, no se olvidó del artista. «Me acuerdo de Xavier Cugat». Tampoco lo hizo Woody Allen en Días de radio, donde lo situó dirigiendo a una orquesta, con uno de sus chihuahuas sobre el brazo que le quedaba libre. Como Dalí, como Warhol, Cugat era un gran fabulador. Recreaba constantemente su propia vida. Aunque sin que la realidad perdiera su esplendor. Tan inverosímil e irreductible en sus hechos objetivos. El artista fue el primero, el vivificador, el auténtico rey del mambo. Un músico talentoso, con tanto sentido del espectáculo y de los negocios como para convertirse en un muñidor bajo palio de la gran industria. Cugat, con sus ritmos tropicales, estaba metido en todo, desde el descubrimiento de Sinatra al cambio de nombre que hizo que la hija de un bailarín sevillano acabara apellidándose Hayworth y firmando como Rita. Lo cuenta Stephen King, pero también el propio Woody Allen: en la época de la ley seca, la de las grandes orquestas, no había ningún gran hotel, lío de faldas o casino de gente guapa que se inaugurara en Nueva York sin la presencia del antiguo violinista.

En la época en la que se aficionó a la Costa del Sol, Xavier Cugat era ya mucho más que aquel catalán de Gerona que había triunfado en la corte del rey Arturo. Su olfato musical, sus memorables actuaciones en los grandes clubs y en el cine, habían puesto de moda los ritmos latinos. A la provincia le unía preventivamente una canción, la malagueña salerosa, que desbordó en figuras igualmente famosas y de postín en sus visitas a Torremolinos. Eran los tiempos en los que Cugat tenía tanta popularidad como Clark Gable, con su español suavizado por el exilio de sus padres en La Habana. El músico se paseaba por el hotel Pez Espada, desplazando sones e imágenes que correspondían a otro continente, gozando de su prestigio bien labrado de playboy pícaro y latino y, sobre todo, de hombre capaz de convertir en estrella mundial a cualquier mujer virtuosa que se le cruzara. Una maestría, esta última, que se le acabaría volviendo en contra, hasta el punto de que en su segunda etapa en la Costa del Sol, el artista era ya el mismo y a la vez otra cosa, esquilmado por divorcios millonarios, uno tras otro, con las cinco mujeres a las que catapultó hacia el estrellato.

Cugat seguía yendo a grandes hoteles. Pero su poderío económico, como el de la vieja nobleza, había menguado. Se dice de esa época, la que precedió a su regreso definitivo a España, que el músico, como Julio Camba, se hizo fuerte en el hotel Ritz, en este caso en Barcelona, en cuya puerta su Rolls Royce, último vestigio de otras décadas, permanecía siempre aparcado. En sus últimos años, en los días que llevó a la cantante Nina a la gloria local del Un, dos, tres, Cugat se empeñaba en volver a multiplicar su patrimonio abriendo casinos en España. Lo intentó en la Costa del Sol, aunque, eso sí, sin suerte. Una verdadera lástima. Después de tantos caminos en falso emprendidos por la provincia, lo de arruinarse con un complejo con tragaperras hubiera sido lo de menos; lo importante habría sido contar con eso también en la historia, la orquesta del legendario catalán abriendo la sala de juegos, pasando por boleros, por la salsa. Hay maneras de arruinarse, que, dentro del fatalismo general, quizá merecen la pena. Y con Cugat, salvo los amoríos, todo era rentable. Hasta los chihuahuas, que le sirvieron como actividad paralela. Un artista querido por todos. Protegido de Enrico Caruso y de Al Capone. Sólo por su capacidad para inventarse un mundo: el de las grandes fiestas musicales, de los viejos días de radio.