A martillazos, en efecto. No puede ser de otra manera, pues el sentido de un objeto humano es el cumplimiento de su función: la del martillo, dar martillazos; la de un arma de fuego, ser disparada; la de un ordenador, ocupar la mirada y las manos de quien lo tenga enfrente. Cumplir la tarea para la que fueron diseñados es el sentido de su existencia y, en tanto no la realicen, su presencia se vuelve absurda, estólida, sin razón de ser; por ello, con su voz silenciosa, piden continuamente ser utilizados, o ser explicados de alguna otra forma en la lógica del mundo que los dio a luz. O volver a la nada, a la materia de la que surgieron.

Por eso son tan inconsistentes nuestras explicaciones sobre los males del mundo. Si existen armas -y más si son armas en las que se ha invertido tiempo, dinero y invento técnico: novedades que hay que probar; pero vale para cualquiera, la simple y patria navaja en el bolsillo de un adolescente- alguien las usará: para eso se fabricaron. Y si se trata del `miedo´ que, según aceptamos como saber común, hasta ahora ha evitado el arma nuclear desde Hiroshima y Nagasaki, es sólo un miedo de probabilidades temporal. No dejan de oírse runrunes, de vez en cuando llegan, que nos dicen de cálculos y más cálculos sobre efectos y contraefectos, de tiempos de respuesta y daños tolerables, de usos `limitados´ de esas armas llevados a cabo en los departamentos de `Defensa´ de los países que las poseen. Que por otro lado no dejan de crecer, y ya oímos, estos días mismos, cacarear a Corea del Norte con ello. El objeto, interrogación muda y continua, no deja de preguntar por su sentido: "úsame, úsame, para eso me hiciste". Es su única naturaleza, mientras estén ahí, a la luz del mundo humano.

Es no ver eso tan fácil de entender lo que nos vuelve tan peligrosos. La alegría inconsciente con que se saludan los nuevos centros TIC -Extremadura, Andalucía, La Mancha, todo el país ya mismo: escuelas, institutos con las clases atiborradas de ordenadores, porque aquí en España, vamos tarde pero a lo grande, ande o no ande- olvida de nuevo el dato primario y fundamental: el ordenador ahí, delante del alumno, en su mesa, es una presencia continua que continuamente pide ser usado, tecleado, mirado, mimado, personalizado con una muesca, una firma. No es, como se nos cuenta inocentemente, un mediador en la búsqueda de saber, no sólo ni preferentemente, es un objeto totalitario que no se deja compartir fácilmente, que se proclama, en su despliegue fastuoso de pavo real, de coloridas ventanas y botones, como un fin en sí mismo. Objeto individual que establece una relación individual con cada adolescente, "personaje en busca de un autor", celosa y excluyente, sensual e inhibida: triángulo edípico en el que el profesor (pero en nuestro país, con la brecha digital y generacional, los alumnos saben más que él de ese obscuro objeto de deseo, son más rápidos con el ratón y las teclas, más duchos en encontrar trampas y atajos, en llegar a arrabales prohibidos en busca de aventuras) es el padre que debe desaparecer, el tercero excluido.

No querer ver eso que tanto bulto hace, que es tan claro, es lo que nos vuelve tan ciegos. Como el dinero, objeto de los objetos y nombre de todas las cosas, que pide con voz muda e hipnótica ser cambiado por todo, aumentado, invertido, ahorrado, robado, transmutarse en todo, pues es su sentido, su única razón de ser. Así oímos cada día hablar como de un fatalismo, del calentamiento global, de las deforestaciones, de la pobreza extrema de tan gran parte de la humanidad, con la fatal resignación que impone el objeto mágico al que llamamos dinero: qué haremos sino usarlo; a lo más nos resignamos en pensar que ya se les ocurrirá algo a los buenos científicos o economistas que él costea también. O qué decir del coche, que nos hace infranqueables calles y plazas de ciudades, pueblos y aldeas, que nos lo aleja infinitamente todo, en contra de la propaganda que dice que nos lo acerca, pero que sigue siendo índice de riqueza y progreso en cualquier manual de economía. "Úsame, úsame" dice en su lenguaje mudo, "es mi único sentido", sin límite, más, siempre más, aunque te mate. Como el martillo, mientras haya puntas que clavar, algo que romper y machacar. A martillazos. Casi da igual el brazo que lo impulse.