Entre la vorágine de malas noticias económicas, la portada de La Opinión de ayer domingo ingresaba una propina de ilusiones en los asustados monederos malagueños. El AVE acelera cada día nuestras expectativas turísticas, además de la previsible repercusión que ejerza sobre los talleres e industrias auxiliares que aquí ensamblan este dragón benéfico. El oleaje de una crisis económica internacional no arrecia sobre las estructuras turísticas malacitanas, y para el verano los indicadores prevén un aumento en la llegada de viajeros hasta nuestras playas y bares. Maravilla que, desde aquel Torremolinos, isla de libertad pecaminosa, lisérgica y sesentera, idealizado en tantos textos internacionales y películas, aún funcione el binomio sol y playa. Un dato, no obstante, sorprende la retina con la constatación del descenso de los turistas atraídos por atractivos culturales. Perdura la Málaga del vino y el aguardiente. Sin embargo, como chispeaba en reciente conversación, nuestro amigo Álvaro García, debemos cambiar el refrán y entonemos una Málaga de las pocas tabernas y las muchas librerías.

Un cambio sustancial ha sacudido el ocio para malagueños y foráneos. Desaparecieron los antros con gracia o sin ella, y los locales sabrosos ceden paso a multinacionales y franquicias que igualan su ambiente interior con Dublín o Cancún. No creo que por este túnel circule un adecuado progreso por más que en vagones galácticos nos llegue. Las noticias magníficas; pero poco dura la alegría en la casa del pobre y ahora que amarillean mieses a pesar del mal tiempo, se deben arreglar los graneros. Dos pilares por desgracia nos sustentan, construcción y turismo. Uno baja, el otro se mantiene, eso sí, sin mayores atractivos que esos desde hace décadas ofertados: evasión y alegría; convenientes, como susurran los balances, pero que no certifican una solvencia larga a nuestras costas. Siempre nos quedará París, o Roma, o Florencia, o Atenas. Málaga no se significa como destino de cultura, frente a esas plazas donde siempre acudirán los viajeros aunque el precio resulte caro. Igual que una sola golondrina, un museo, por más mediático y Picasso que se pinte, no hace verano. Urgen las actuaciones que añadan ese plus de interés a una semana de tumbona, barra con espiritosos y noches sandungueras culminadas en carmines felices. Todo fantástico como demuestran las risueñas cifras que en este mal año nos bendicen. Todo efímero cuando otras arenas lejanas se apacigüen y sus hoteles se levanten. Los museos se anuncian a bombo y platillo: el de los cuentos, el marítimo, el Thyssen, o el aún inexplicablemente encarcelado, de Bellas Artes e histórico. El escaparate patrimonial malacitano corre a velocidad inversa a la de sus locomotoras. Ningún problema mientras no falte el güisqui, ni el hielo, y las madrugadas aún nos pillen de fiesta. Hemos artesonado un circo y roguemos para que no envejezcan las trapecistas.