En 1985 el Ministerio de Interior, a tenor de la Ley de Extranjería, creó diez centros de internamiento para albergar a los inmigrantes indocumentados que sobrevivían al mar de la clandestinidad. La apertura de estas dependencias, supuestamente con fines humanitarios y administrativos, no respondió a un programa específico que debería haber diseñado unas infraestructuras acondicionadas para hacer frente a un problema. La mayoría eran viejas cárceles, antiguas dependencias policiales y espacios desahuciados para otras funciones, que no nunca contaron con un presupuesto destinado a contratar asistentes sociales, médicos e intérpretes encargados de custodiar y tutelar a las personas, procedentes de varias hambrunas geográficas, que por Ley debían permanecer internadas durante cuarenta días. Y ya se sabe que cuando se opta por la chapuza, el problema no tarda en desaparecer con graves consecuencias. Una certeza popular que explica que el Fiscal general del Estado cerrase, dos años después de su apertura, el CIES de Capuchinos. El espacio protagonista de un libro, presentado esta semana, que recoge la historia de cinco incendios, una huelga de hambre de cuarenta y seis internos y el escándalo, producido en 2006, por los abusos sexuales de sus funcionarios policiales. Todo un ejemplo de deshumanización y de caótica gestión que, desgraciadamente no es el único. Las oenegés, cercanas a estas personas desesperadas a las que la administración trata como delincuentes de origen o potenciales, han ido encadenando denuncias sobre el hacinamiento, la insalubridad, la falta de higiene y la violencia, en los centros de Moratalaz en Madrid, la Verneda en Barcelona, Sangonera la Verde en Murcia, Matoral de Fuenteventura y en la antigua cárcel de Algeciras entre otras cárceles clandestinas que vienen a ser igual que pateras en tierra firme.

Estos informes hechos públicos por numerosos medios de comunicación, que llevan tiempo mostrando reportajes acerca de la continua vulneración de los derechos humanos, parece no haber servido de mucho. De hecho, veintitrés años después de la creación de los CIES, la situación es igual o peor. Incluso se ha rizado el rizo del absurdo, de la prepotencia y de la equivocación, si se tiene en cuenta que la UE en lugar de definir una normativa común para la gestión de estos centros, más ayudas para la colaboración con aquellos países subdesarrollados y mayor dureza contra las mafias que se enriquecen a costa de la desesperación y la esperanza, acaba de aprobar la ampliación del internamiento a sesenta días y deportar con mayor rapidez y menos miramientos a quines considera proscritos del primer Mundo. Esto demuestra la grave incapacidad de los políticos y de la administración europea a la hora de resolver con urgencia un problema que seguirá creciendo, mientras existan guerras, gobiernos corruptos, falta de recursos alimenticios, sequías, precariedad laboral y personas decididas a jugarse la vida para huir de un drama. Una evidente realidad a la que añadirle otra serie de conflictos derivados como la xenofobia que ya se ha instalado en la sociedad europea. Es cierto que la solución es difícil y compleja pero es fundamental encontrar una medida humanitaria que termine con la existencia de estas cárceles de Babel y sobre todo para que la bomba de relojería, en la que se ha convertido el problema de la inmigración ilegal, no termine por estallar a las puertas de un paraíso que en el fondo es un espejismo.